La tentación del ecumenismo

 


Por Josué I. Hernández

 
Los que abogan por el ecumenismo, y admitimos que muchos de ellos manifiestan sinceridad y buenas intenciones, a menudo afirman que se esfuerzan por la unidad en Cristo, por la armonía que el Señor desea que tengamos los creyentes. Por supuesto, la unidad entre los creyentes en Cristo es una meta digna (cf. Jn. 17:20-23), sin embargo, el ecumenismo no logra dicha unidad, y los ecuménicos siempre quedan separados por sus doctrinas y prácticas divergentes. Debido a esto, una persona puede ser bautista, pero no presbiteriano al mismo tiempo; pentecostal, pero no católico al mismo tiempo, etc.
 
El mundo se ha vuelto más y más hostil hacia toda manifestación que se reconozca, o se aprecie, como “cristianismo”, y en semejante escenario el ecumenismo proporciona una forma para que los diferentes grupos religiosos, manteniendo cada cual su propio credo o confesión, trabajen juntos tolerando las diferencias en doctrina y práctica. En teoría, esto presentaría un frente más sólido en la batalla cultural y sus problemáticas sociales, más apoyo contra la presión política y mediática, y más poder financiero para las obras en común. Sin embargo, el ecumenismo no es la unidad del Espíritu (Ef. 4:3), y, por lo tanto, no es del cielo, sino de los hombres (cf. Mat. 21:25).
 
El ecumenismo es un antagonista de Dios, y de los planes de Dios. Por ejemplo, el ecumenismo se opone la existencia de un cuerpo (Ef. 2:14-16; 4:5), conforme al plan eterno de Dios en Cristo (Ef. 3:11); se opone a la existencia de un evangelio (cf. Rom. 1:16; Gal. 1:6-9); se opone a una forma de adoración (Jn. 4:23,24; Hech. 2:42; 20:7; Ef. 5:19; 1 Cor. 16:2); se opone al método evangelístico que Dios ha diseñado (1 Tim. 3:15); se opone a la igualdad de todos los creyentes (Gal. 3:28,29) sin clero y laicos (cf. Mat. 23:5-12).