Los que abogan por el ecumenismo, y admitimos que muchos de ellos
manifiestan sinceridad y buenas intenciones, a menudo afirman que se esfuerzan
por la unidad en Cristo, por la armonía que el Señor desea que tengamos los
creyentes. Por supuesto, la unidad entre los creyentes en Cristo es una meta
digna (cf. Jn. 17:20-23), sin embargo, el ecumenismo no logra dicha unidad, y los
ecuménicos siempre quedan separados por sus doctrinas y prácticas divergentes. Debido a
esto, una persona puede ser bautista, pero no presbiteriano al mismo tiempo;
pentecostal, pero no católico al mismo tiempo, etc. El mundo se ha vuelto más y más hostil hacia toda manifestación que se
reconozca, o se aprecie, como “cristianismo”, y en semejante escenario el
ecumenismo proporciona una forma para que los diferentes grupos religiosos, manteniendo
cada cual su propio credo o confesión, trabajen juntos tolerando las
diferencias en doctrina y práctica. En teoría, esto presentaría un frente más
sólido en la batalla cultural y sus problemáticas sociales, más apoyo contra la
presión política y mediática, y más poder financiero para las obras en común. Sin
embargo, el ecumenismo no es la unidad del Espíritu (Ef. 4:3), y, por lo tanto,
no es del cielo, sino de los hombres (cf. Mat. 21:25). El ecumenismo es un antagonista de Dios, y de los planes de Dios. Por ejemplo,
el ecumenismo se opone la existencia de un cuerpo (Ef. 2:14-16; 4:5), conforme al
plan eterno de Dios en Cristo (Ef. 3:11); se opone a la existencia de un
evangelio (cf. Rom. 1:16; Gal. 1:6-9); se opone a una forma de adoración (Jn.
4:23,24; Hech. 2:42; 20:7; Ef. 5:19; 1 Cor. 16:2); se opone al método
evangelístico que Dios ha diseñado (1 Tim. 3:15); se opone a la igualdad de
todos los creyentes (Gal. 3:28,29) sin clero y laicos (cf. Mat. 23:5-12).