“Pero temo que como la serpiente con su astucia
engañó a Eva, vuestros sentidos sean de alguna manera extraviados de la sincera
fidelidad a Cristo” (2
Cor. 11:3).
Un joven, que al parecer está comprometido con su salud, afirma la
importancia de respirar aire puro, limpio, sin contaminación; y argumenta sobre
los muchos beneficios del aire puro. Pero, él es un fumador habitual. Un joven, que al parecer está comprometido con su esposa, argumenta a favor
del matrimonio y sus muchos beneficios. Sin embargo, él sale con otras mujeres. Uno de los miembros de la congregación habla de la maravillosa palabra de
Dios, y afirma que le gustaría mucho saber más de ella, porque son demasiados
sus beneficios. Sin embargo, este mismo hermano pasa horas frente al televisor. No hay tragedia tan grande como el afirmar cosas buenas que contradecimos
con nuestra propia conducta. Es decir, parecer una persona, y resultar ser
otra. En fin, he ahí la tragedia de afirmar lo correcto y vivir una mentira. Algunos afirmaron una relación con Abraham, “hijos de Abraham somos”, y de
hecho habría una conexión física, un parentesco lejano (cf. Mat. 3:9; Jn.
8:33,39,53). Sin embargo, no vivían conforme a lo que afirmaban. Eran la
antítesis de Abraham. Decían una cosa, pero hacían otra (Mat. 23:1-3), y
deshonraban a Dios con su comportamiento (Rom. 2:17-29; 4:11,12). La fe se demuestra por las obras, no por las afirmaciones (Sant. 2:18). Es
decir, no se trata de decir lo correcto solamente, sino de hacerlo también (1
Jn. 1:6). Por lo tanto, la evidencia de nuestra sinceridad radica en la
conducta, no en las afirmaciones; en la práctica, no en la profesión; en las
obras, no en las palabras. Que no seamos de aquellos que “Profesan conocer a Dios, pero con
los hechos lo niegan, siendo abominables y rebeldes, reprobados en cuanto a
toda buena obra” (Tito 1:16).