El juicio justo

 


Por Josué I. Hernández

 
Jesús ordenó, “No juzguéis según las apariencias, sino juzgad con justo juicio” (Jn. 7:24). Detengámonos a pensar en esto.
 
En Juan 7 el Señor Jesús estaba siendo juzgado. A propósito, este es otro juicio que todos debemos hacer, y que todos, de hecho, hacemos. Evaluamos a Jesucristo (“¿Qué, pues, haré de Jesús, llamado el Cristo?”, Mat. 27:22). Los líderes religiosos habían descartado al Señor Jesús, “La piedra que desecharon los edificadores…” (cf. Mat. 21:42). Más adelante, los apóstoles dirían, “Este Jesús es la piedra reprobada por vosotros los edificadores, la cual ha venido a ser cabeza del ángulo” (Hech. 4:11).    
 
Jesús dijo a las multitudes que no aceptaran ciegamente las conclusiones de sus líderes, ni llegaran a una conclusión definitiva de manera superficial. En fin, cualquier evaluación que debamos hacer, ya sea en doctrina o práctica, debe hacerse en consideración de esta enseñanza de Cristo, “No juzguéis por la apariencia, sino juzgad con juicio justo” (Jn. 7:24, LBLA).
 
El juicio justo tiene una buena motivación. Este juicio comienza con el deseo intenso por agradar a Dios, “El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta” (Jn. 7:17). Los prejuicios, ya sea respecto a personas, doctrinas, prácticas o situaciones, conducirán casi inevitablemente a conclusiones erróneas.
 
El juicio justo requiere el estándar correcto, y este estándar siempre será la palabra de Dios (Jn. 7:17; cf. 5:39). Lo que siempre hemos pensado, o lo que piensa la mayoría de la gente, lo que tradicionalmente se ha hecho o lo que determinan las circunstancias, no es algo confiable. Recordemos que los judíos juzgaron mal a Jesús porque sus prácticas sabáticas, arraigadas en la tradición, estaban equivocadas.
 
El juicio justo requiere una aplicación justa de la norma, a uno mismo primero, a las doctrinas y prácticas con honestidad (sin racionalizar por algún prejuicio), a todas las personas por igual (sin importar que sean amigos o enemigos), y siempre, con suficiente evidencia y perspectiva adecuada.
 
Conclusión
 
Necesitamos estar conscientes, muy conscientes, de nuestras propias limitaciones, y de la falibilidad de nuestros juicios. Por ello, necesitamos siempre la bendita palabra de Dios.
 
En cuanto a nuestro prójimo, recordemos, “Porque juicio sin misericordia se hará con aquel que no hiciere misericordia; y la misericordia triunfa sobre el juicio” (Sant. 2:13).