Después de una triunfal entrada
en Jerusalén, Jesús fue al templo, y allí, en el templo, volcó las mesas de los
cambistas y echó a los que vendían animales (Mat. 21:12,13). Cuando regresó al
día siguiente, los principales sacerdotes, y los ancianos con ellos, confrontaron
al Señor por la acción del día anterior. Esperaríamos algo de autocrítica en
los líderes religiosos al permitir semejante mercado en el templo, sin embargo,
lo importante para ellos era atrapar a Jesús. Por lo tanto, le preguntaron, “¿Con
qué autoridad haces estas cosas? ¿y quién te dio esta autoridad?” (Mat.
21:23). A pesar de que las intenciones no
eran buenas, la pregunta sobre la autoridad es excelente. ¿A caso no debemos
preguntarnos por qué hacemos lo que hacemos? Todo mundo debiese hacerse tal
pregunta. Piénselo detenidamente, ¿estamos complaciéndonos a nosotros mismos?
¿Es la aprobación familiar, social, o gubernamental, lo único que nos importa?
¿Estamos preocupados por agradar a Dios sobre todas las cosas? Sencillamente,
no son pocos los que piensan que Dios se agrada de lo mismo que les agrada a
ellos, ¿nos sucede lo mismo a nosotros? Jesús respondió indicando dos
fuentes de autoridad, y lo hizo de la siguiente forma, “Respondiendo Jesús,
les dijo: Yo también os haré una pregunta, y si me la contestáis, también yo os
diré con qué autoridad hago estas cosas. El bautismo de Juan, ¿de dónde
era? ¿Del cielo, o de los hombres? Ellos entonces discutían entre sí, diciendo:
Si decimos, del cielo, nos dirá: ¿Por qué, pues, no le creísteis?” (Mat.
21:24,25). La primera fuente de autoridad
señalada por Jesús es Dios, y la segunda, los hombres. En consideración de
esto, nuestro permiso para actuar es de Dios o es de los hombres. Es decir,
hacemos lo que hacemos por la autoridad de Dios o por la autoridad humana, lo
cual nos devuelve a lo que anteriormente indicábamos, ¿a quién estamos tratando
de complacer? La única manera de saber que
tenemos el permiso de Dios para proceder de forma agradable a él es bajo la
autoridad de su palabra (Mat. 7:21). Dios nos ha hablado mediante su Hijo (Heb.
1:1,2), quien tiene toda autoridad en los cielos y en la tierra (Mat. 28:18).
Gran parte de la voluntad del Padre fue revelada por Jesucristo durante su
ministerio terrenal; luego, envió al Espíritu Santo para completar la tarea,
guiando a los apóstoles a toda la verdad (Jn. 16:12-15), y ellos, siendo impulsados
por el Espíritu Santo, predicaron un mensaje inspirado por Dios mismo (1 Cor.
2:10-13) y lo escribieron (Ef. 3:3-5). El Nuevo Testamento contiene la
completa revelación de Dios en Cristo, y sujetándonos a él, podemos agradarle.
En fin, la autoridad de Dios está escrita, determinada por lo que él dijo, no
por lo que no dijo. La respuesta de Jesús tocó la
cuestión misma que determina nuestro destino eterno, el reconocimiento y
reverencia ante la autoridad de Dios, o la falta de esto (Jn. 12:48). Lamentablemente,
los principales sacerdotes y los ancianos fueron deshonestos (Mat. 21:21-25). A
ellos no les importaba el asunto de la autoridad. Pero, ¿qué de nosotros? ¿Cuál
es nuestra actitud hacia la autoridad de Jesucristo?