El pecado, por definición, es la
transgresión de la norma de conducta establecida por Dios (1 Jn. 3:14), ya sea
haciendo lo que él prohíbe o no haciendo lo que él exige. El pecado puede suceder
en pensamientos, palabras o acciones. Es más, el pecado está presente en la
violación de la propia conciencia en un asunto amoral (cf. Rom. 14:22,23). ¿Hay pecados peores que otros? En
cierto modo, sí. Los pecados que surgen de un corazón abiertamente desafiante
son, seguramente, más atroces que los pecados cometidos por descuido o
ignorancia. También existe una profunda diferencia en el efecto que diversos pecados
pueden tener en nuestro prójimo. Por ejemplo, una mentira engaña, pero el
homicidio quita la vida. Las diferentes penas por diversas transgresiones según
la ley de Moisés ilustran que Dios ve algunas diferencias en los pecados. Sin embargo, en otro sentido,
todos los pecados son iguales. Todo pecado indica el desprecio o la ignorancia
de la autoridad de Dios. Todo pecado eleva la voluntad personal por sobre la voluntad
de Dios. Todo pecado tiene el mismo efecto de hacernos culpables. Todo pecado
tiene el potencial de dirigirnos al infierno (cf. Rom. 1:32; 6:23). Clasificar los pecados en
categorías es algo peligroso. Alguno podría tener a la mentira o el chisme como
algo de menor importancia, a la vez que tiene como de suma gravedad la fornicación
y el robo. No obstante, en lugar de categorizar los pecados, restando
importancia a algunos y condenando otros, debemos eliminar el pecado de
nuestras vidas. Esto último sólo es posible por el poder de Cristo (cf. Mat.
1:21; 1 Cor. 6:11; Apoc. 1:5; Rom. 1:16.17; 5:8,9; 6:17,18,22).