En cierta ocasión Jesús fue interrogado por los fariseos y los escribas de
la siguiente forma, “¿Por qué tus discípulos no andan conforme a la
tradición de los ancianos, sino que comen pan con manos inmundas?” (Mar.
7:5). Los fariseos no pensaban en lavarse las manos solo por motivos sanitarios,
como lo hacemos comúnmente nosotros. Ellos no estaban hablando de alguna norma sanitaria
de sentido común, sino de una norma religiosa tradicional, según la cual
realizaban lavados rituales, literalmente, bautismos, para purificar objetos, y
purificarse a sí mismos, del posible contacto con personas que eran consideradas
impuras espiritualmente. “Porque los fariseos y todos los judíos,
aferrándose a la tradición de los ancianos, si muchas veces no se lavan las
manos, no comen. Y volviendo de la plaza, si no se lavan, no comen. Y
otras muchas cosas hay que tomaron para guardar, como los lavamientos de los
vasos de beber, y de los jarros, y de los utensilios de metal, y de los lechos” (Mar. 7:3,4). La cuestión de fondo aquí era la autoridad por la cual tales lavamientos
debían realizarse. La “tradición de los ancianos” era un conjunto de opiniones
y normas sobre cómo debía aplicarse la ley de Moisés (cf. Gal. 1:14). En la
práctica, tales opiniones y comentarios se habían vuelto más importantes que la
ley de Dios, tanto así que, algunos afirmaban que Dios había entregado dos
leyes a Moisés, la torá misma, es decir, los primeros cinco libros de nuestras
Biblias, y otra ley oral, transmitida de boca en boca. Esta actitud es parecida
a la que podemos encontrar en la actualidad, cuando se afirma que la opinión de
determinado funcionario de la iglesia es tan válida como la palabra de Dios. La respuesta de Jesús fue severa, “El les dijo: Muy bien profetizó
Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: “Este pueblo me honra con
los labios, pero su corazón está lejos de mí, pues me dan un culto vano,
enseñando doctrinas que son preceptos humanos.” Dejando de lado el precepto de
Dios, os aferráis a la tradición humana. Y les decía: En verdad que anuláis el
precepto de Dios para establecer vuestra tradición” (Mar. 7:6-9, NC). Jesús, claramente, rechazó como pecaminoso el elevar las opiniones de los
hombres a la par de la revelación de Dios, y señaló tres conclusiones de este
pecado. Primero, tiene el efecto práctico de hacer algo diferente a lo requerido
por Dios, ya sea aprobando lo que Dios prohíbe, o prohibir lo que Dios aprueba,
o, simplemente, agregar a los requerimientos de Dios. La historia confirma que
a los hombres no les falta ingenio para torcer el sentido de sencillas instrucciones
bíblicas. Jesús dijo que esto es invalidar la palabra de Dios (Mar. 7:13). En segundo lugar, nos convierte en hipócritas. Un hipócrita es un actor,
uno que pretende la piedad. Cuando elevamos nuestras preferencias por encima de
las de Dios, demostramos que realmente nos estamos sirviendo a nosotros mismos,
no a él, independientemente de lo que afirmemos. En tercer lugar, hace que nuestra adoración sea vana, es decir, inútil,
vacía en sí misma. La actividad religiosa dirigida al hombre, con sus gustos,
preferencias, deseos e inclinaciones, en lugar de ser dirigida a Dios, resulta
en una adoración inútil. Cristo dijo, “No todo el que dice: ¡Señor, Señor!
entrará en el Reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre,
que está en los cielos” (Mat. 7:21).