El apóstol Pablo escribió por el
Espíritu, “Pero nosotros todos, con el rostro descubierto, contemplando como
en un espejo la gloria del Señor, estamos siendo transformados en la misma
imagen de gloria en gloria, como por el Señor, el Espíritu” (2 Cor. 3:18, LBLA). Para comprender el punto de Pablo
en este versículo necesitamos detenernos para observar el trasfondo histórico,
el cual se registra en Éxodo 34:29-35. Moisés ascendió al monte Sinaí para
recibir de Dios las tablas de piedra que contenían los diez mandamientos.
Cuando descendió del monte, sin que él lo supiera, su rostro resplandecía.
Obviamente, el resplandor de su rostro estaba relacionado con estar en la
presencia de Dios. Entonces, el intenso brillo de su rostro asustó a los
israelitas, y es comprensible que así fuera. Recuerde que antes, ellos estaban
asustados al oír la voz de Dios (Ex. 20:19). No obstante, Moisés los convocó y
repitió todo lo que Dios le había ordenado. Cuando terminó de hablar, Moisés
puso un velo que cubría su rostro. El texto del Éxodo indica que
este proceso se repitió. Cada vez que Moisés entraba a hablar con Dios, lo
hacía sin velo. Luego, cuando salía con el rostro radiante, exponía las instrucciones
de Dios al pueblo, para volver a usar el velo. El apóstol Pablo dice que el
propósito del velo era evitar que miraran fijamente el final de lo que se
estaba desvaneciendo, es decir, el resplandor del rostro de Moisés por la
comunicación de Dios (el antiguo pacto) que reflejaba, “y no como Moisés,
que ponía un velo sobre su rostro para que los hijos de Israel no pusiesen los
ojos en una gloria destinada a perecer” (2 Cor. 3:13, NC). A pesar de esta provisión, los
corazones del pueblo de Dios se endurecieron (2 Cor. 3:14). A menudo se
endurecieron ante las instrucciones de Moisés, aunque sabían que él estaba
hablándoles en el nombre de Dios. Y ciertamente pasaron por alto las
indicaciones de aquello mayor que estaba por venir (Jn. 5:39-46). Estas referencias
“veladas” respecto a Jesús, registradas en la ley de Moisés, por ejemplo, las
disposiciones de la pascua o en los rituales del día de expiación, quedaban al
descubierto, es decir, se “revelaban” las cosas que estaban “veladas” (2 Cor.
3:15,16). Por lo tanto, si el evangelio está velado para alguno, es por la obra
de Satanás (2 Cor. 4:3,4). El texto que nos convoca en la
presente ocasión, 2 Corintios 3:18, es la aplicación de la exposición de Pablo,
y destaca dos cosas: En primer lugar, el evangelio, es
decir, el nuevo pacto, es infinitamente superior al antiguo. El evangelio nos
da una visión completa del Señor, permitiéndonos verlo sin velo. Esto hace al
evangelio mucho más glorioso que la ley. En palabras de Pablo, la ley, a pesar
de toda su gloria, palidece ante la gloria del evangelio de Cristo (2 Cor.
3:7-11). Evidentemente, algunos corintios tuvieron problemas para aceptar esto
y trataban de aferrarse a las provisiones de lo velado y destinado a
desaparecer. En segundo lugar, la meta del
evangelio es la transformación (gr. “metamorfoo”, metamorfosis). Nuestra
oportunidad de ver la gloria del Señor es para que podamos ser “transformados
de gloria en gloria en la misma imagen” (2 Cor. 3:18). Dios no solo ofrece
reconciliación, lo que él busca es la transformación nuestra, que cada cual
llegue a ser como su santo Hijo (cf. Rom. 8:29). Nuestro texto indica que la
transformación es un proceso continuo (“de gloria en gloria”, “de día en día”,
2 Cor. 3:18; 4:16), y es algo que requiere mucha atención y esfuerzo
persistente de nuestra parte. No se trata de dar un vistazo ocasional a la gloria
del Señor, sino de contemplar con detención la gloria del Señor, de prestar atención
diligente a Cristo. ¿Estamos aprovechando cada
oportunidad para aprender más acerca de Jesucristo? ¿Ponemos en práctica lo que
aprendemos para parecernos más y más a él?