En cierta ocasión, un hombre corrió a Jesús, y arrodillado le preguntó, “Maestro
bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” (Mar. 10:17). No hay mejor
pregunta que podamos hacer. La sinceridad e interés espiritual de este hombre
son ciertamente admirables. Jesús comenzó su respuesta con una pregunta, “¿Por qué me llamas bueno?
Ninguno hay bueno, sino sólo uno, Dios” (Mar. 10:18). Sin duda alguna, esta
pregunta tenía como objetivo que el hombre pensara en las implicaciones de lo
que había reconocido acerca de Jesús. En última instancia, la bondad de Jesús,
su identidad como Dios, es la clave para la vida eterna. Dicho de otra manera,
el camino a la vida eterna estaba frente a sus ojos. Para responder la pregunta, Jesús señaló la ley bajo la cual vivió, la cual
en ese momento estaba en vigencia, la ley de Moisés. Entonces, el Señor señaló
los mandamientos que rigen la conducta hacia nuestro prójimo, “Los
mandamientos sabes: No adulteres. No mates. No hurtes. No digas falso
testimonio. No defraudes. Honra a tu padre y a tu madre” (Mar. 10:19). El
hombre afirmó que los había guardado toda su vida. Luego, Jesús se dirigió a la
deficiencia del hombre, la cual transgredía el primer mandamiento, “No
tendrás dioses ajenos delante de mí” (Ex. 20:3). Sin embargo, en lugar de
citar este mandamiento, Jesús fue directamente a lo que requería el
arrepentimiento en su caso, “Una cosa te falta: anda, vende
todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme, tomando tu cruz”(Mar. 10:21). El problema de este hombre era el amor al dinero. Sencillamente servía
religiosamente a sus riquezas. El dinero era el centro de su vida, el enfoque
de su devoción. En otras palabras, el dinero era su dios, y parecía no darse
cuenta de la gravedad de su caso. Todo esto se evidencia cuando leemos que “afligido
por esta palabra, se fue triste, porque tenía muchas posesiones” (Mar.
10:22). Mateo nos informa que el hombre de esta historia era un “joven”
(Mat. 19:20), por esto, ha llegado a ser reconocido como “el joven rico”. Lucas
lo llama “un hombre principal” (gr. “arcon”, Luc. 18:18), es decir, un
gobernante. En resumen, este hombre era un joven gobernante y rico. Vender todo lo que tenemos no es un requisito universal del evangelio (cf. Hech.
5:4). No obstante, renunciar a todo lo que tenemos en el servicio del Señor sí
lo es (cf. Luc. 14:33). La codicia es lo que se interponía entre este
gobernante rico y Dios. Vea como Jesús le dijo, “Aún te falta una cosa:
vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y
ven, sígueme” (Luc. 18:22). Esto Jesús lo dijo por amor a él, “Entonces Jesús, mirándole, le amó”
(Mar. 10:21). No podría seguir a Cristo sin primero arrepentirse (“vende todo
lo que tienes, y dalo a los pobres”), ni podría seguirle sin llevar su propia cruz,
“y ven, sígueme, tomando tu cruz” (Mar. 10:21). Lucas nos informa de otro hombre, un intérprete de la ley, es decir, un erudito,
o experto, en la ley, que hizo a Jesús la misma pregunta. Lucas dice que la pregunta
del intérprete fue expresada con la intención de someter a prueba a Jesús (Luc.
10:25). Jesús respondió a este hombre con otra pregunta, y para su crédito, el intérprete
de la ley respondió sabiamente cuando citó las instrucciones de amar a Dios con
todo el corazón (Deut. 6:5) y al prójimo como a uno mismo (Lev. 19:18). Estos
son los dos mandamientos más importantes (Mat. 22:35-40). Lamentablemente, el intérprete de la ley parecía más dispuesto a discutir
que a poner en práctica la enseñanza, “Pero él, queriendo justificarse a sí
mismo, dijo a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo?” (Luc. 10:29). Jesús respondió
a esta pregunta con la parábola del buen samaritano (Luc. 10:30-37). El joven rico se fue triste. En cuanto al intérprete de la ley, no sabemos
qué hizo con la palabra de Cristo. Sin embargo, la pregunta es ¿qué estoy haciendo
yo?