Hermanos han manifestado lo mucho que tienen que hacer en lugar de
congregarse fielmente. Tienen que estudiar o tienen que trabajar, tienen que
hacer esto o aquello, y dejan de congregarse haciendo precisamente lo que Dios
prohíbe (cf. Heb. 10:25). Sin duda alguna, la ausencia de los que dejan de congregarse podría estar
indicando alguna deficiencia en la forma en que la adoración es ejecutada.
Quizás, los hermanos que dirigen las oraciones parecen predicar sermones
en lugar de orar con pertinencia. Tal vez, el hermano que dirige los cánticos improvisa
con los cánticos de siempre. Quizás, el predicador no se prepara, y predica
lecciones confusas, largas y tediosas. Estos, y otros problemas, no son nada
nuevo en la hermandad. No son pocas las iglesias que han padecido estos
problemas y los han superado. No obstante, suelen ser excusas para no
congregarse. Sin embargo, hay una razón más profunda en la ausencia de hermanos cuando
la iglesia está reunida: La propia deficiencia de ellos. Sencillamente, no
reconocen el privilegio de adorar a Dios. Dios es digno de ser alabado, aunque estemos encarcelados y golpeados
(Hech. 16:25) o el mundo se desmorone delante de nuestros ojos (Hab. 3:17,18). ¿Cómo solucionar la ausencia de los hermanos que faltan? ¿Realizar una
adoración más entretenida y atractiva? Bíblicamente, esto no soluciona el
problema. La iglesia no debe arreglar la adoración (cf. Jn. 4:23,24), el
impenitente debe arreglar su corazón. La adoración no trata tanto de recibir como de dar. Sí, recibimos bendición
cuando adoramos, pero la adoración es un homenaje religioso centrado en Dios,
no en nosotros. Damos a Dios la honra, la gloria y la alabanza, porque él es
digno (cf. 1 Cron. 29:11-14; Apoc. 5:13,14). Y cuando le adoramos como iglesia,
estamos en el mejor lugar, en la mejor ocasión, con la mejor gente, y haciendo
las mejores cosas. ¿Cómo querríamos perdernos algo así?