El Nuevo Testamento hace una clara distinción entre los pactos mosaico y el
de la promesa, es decir, el pacto de Dios con Israel en el monte Sinaí, y la
promesa hecha a Abraham de bendecir a todas las naciones en su simiente (Gal. 3:14-29).
Estos dos pactos son contrastados de la siguiente manera. Uno corresponde al
Sinaí, en Arabia, y el otro a la Jerusalén de arriba (Gal. 4:24-26). El pacto
hecho en el Sinaí fue un ministerio de muerte y condenación (2 Cor. 3:7,9). La muerte de Cristo validó el nuevo pacto bajo el cual vivimos hoy, y en el
cual somos justificados por la gracia de Dios. Ahora es posible obtener el verdadero
perdón de los pecados teniendo a Jesús como mediador (Heb. 9:15-17). Es el
sacrificio de Cristo el cual sirve como juramento, o promesa, que sella este
nuevo pacto. El nuevo pacto es el nuevo acuerdo que Dios ha hecho con la humanidad,
basado en la muerte y resurrección de Jesucristo. El concepto de “nuevo pacto”
se originó con la promesa pronunciada por boca de Jeremías, según la cual Dios
daría a su pueblo lo que el antiguo pacto no logró (cf. Jer. 31:31-34; Heb.
11:7-13). Bajo este nuevo pacto Dios escribiría su ley en el corazón humano
(Heb. 8:10,11). La noche que fue entregado, Jesús instituyó una cena memorial, “la cena del
Señor” (1 Cor. 11:20) y habló de la copa en los siguientes términos, “porque
esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de
los pecados” (Mat. 26:28; cf. Luc. 22:20). Cuando el apóstol Pablo recitó lo que recibió del Señor respecto a la cena,
escribió a los corintios lo siguiente: “Porque yo recibí del Señor lo que
también os he enseñado: Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó
pan; y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed; esto es mi
cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria de mí. Asimismo
tomó también la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es el nuevo
pacto en mi sangre; haced esto todas las veces que la bebiereis, en memoria de
mí. Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta
copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga” (1 Cor. 11:23-26). La epístola a los hebreos presta más atención al nuevo pacto que los otros libros
del Nuevo Testamento. Por ejemplo, cita el pasaje completo de Jeremías respecto
a la promesa de un nuevo pacto (cf. Jer. 31:31-34; Heb. 8:8-12), se refiere a
Jesucristo como el “mediador del nuevo pacto” (cf. Heb. 9:15; 12:24), y
enfatiza cuán superior, mejor, o mayor, es el nuevo pacto de Cristo (Heb. 8:6). El nuevo pacto logra lo que el antiguo no pudo, es decir, eliminar el
pecado y limpiar la conciencia (cf. Heb. 9:13,14; 10:2,22). Por lo tanto, la
obra redentora de Cristo ha dejado obsoleto al antiguo pacto (Heb. 8:13; cf.
Col. 2:14; Ef. 2:15). A diferencia del pacto mosaico, el nuevo pacto de Jesucristo es para toda
la humanidad, sin importar su clase. Jesús envió a sus apóstoles por todo el
mundo para contar la historia de la cruz (cf. Luc. 24:46,47; Mat. 28:18-20).
Así pues, el llamado de Dios por el evangelio se extiende a todos.