El pacto de Dios con David

 


Por Josué I. Hernández

 
Cuando el rey David quiso construir un templo para Dios, en un principio tal idea pareció bien a Natán, el cual dijo “Anda, y haz todo lo que está en tu corazón, porque Jehová está contigo” (2 Sam. 7:3). Sin embargo, aunque David quería hacer algo para Dios, el relato gira para indicar lo que Dios había hecho y haría por David (2 Sam. 7:4-11). David no podría hacer un templo a Dios, porque era un hombre de guerra, pero su hijo, Salomón, levantaría templo para Dios (1 Cron. 22:8-10).
 
Entonces, Dios prometió establecer el trono de David para siempre. Y si sus descendientes pecaran Dios les castigaría con vara de hombres, pero nunca apartaría su misericordia de la línea de David como lo había hecho con Saúl (2 Sam. 7:1216; 1 Cron. 17:1114).
 
Este es el pacto de Dios con David, en el cual David y sus descendientes, fueron establecidos como herederos reales al trono de la nación de Israel, con la expectativa de traer a Cristo, del linaje mismo de David, para que se sentara en su trono (Hech. 2:30). Este pacto con David, al igual que el pacto con Abraham, fue un acuerdo unilateral de parte de Dios. Mientras que el pacto mosaico fue bilateral.
 
Jesús de Nazaret es descendiente, en cuanto a la carne, de David. Por esta razón Mateo comenzó su libro diciendo: “Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham” (Mat. 1:1). Lucas, también informa lo mismo (Luc. 3:23-38). Siglos antes, el profeta Isaías, habló por el Espíritu: “Saldrá una vara del tronco de Isaí, y un vástago retoñará de sus raíces” (Is. 11:1). Aquel vástago, o renuevo, sería Jesucristo (Is. 11:2-10; cf. Luc. 1:32).
 
Dios se comprometió con David para levantar de su descendencia al Cristo para que se sentase en su trono (Hech. 2:30). A este Jesús resucitó Dios, de lo cual los apóstoles son testigos (Hech. 2:32). Porque Jesús “…habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas” (Heb. 1:3; cf. 10:12).
 
Jesucristo ya está reinando, “Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies” (1 Cor. 15:25,26). Jesucristo ha sido constituido a la diestra de Dios (cf. Sal. 2:7-12; 110:1-3; Hech. 13:32-26), y su dominio se extiende “sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero” (Ef. 1:21).