Habiéndose mudado a Egipto, en la época de José, Israel fue sometido al más
duro trato bajo el gobierno de un faraón que convirtió a los israelitas en
esclavos comunes, “Y se levantó sobre Egipto un nuevo rey que no había
conocido a José; y dijo a su pueblo: He aquí, el pueblo de los hijos de
Israel es más numeroso y más fuerte que nosotros. Procedamos, pues,
astutamente con él no sea que se multiplique, y en caso de guerra, se una
también con los que nos odian y pelee contra nosotros y se vaya de la tierra. Entonces
pusieron sobre ellos capataces para oprimirlos con duros trabajos… Los
egipcios, pues, obligaron a los hijos de Israel a trabajar duramente, y
les amargaron la vida con dura servidumbre…” (Ex. 1:8-10,11,13,14, LBLA). En este contexto de esclavitud el pueblo clamó al Señor, “Y oyó Dios el
gemido de ellos, y se acordó de su pacto con Abraham, Isaac y Jacob. Y
miró Dios a los hijos de Israel, y los reconoció Dios” (Ex. 2:24,25). Después de una serie de diez plagas sobre Egipto, Dios redimió a su pueblo rescatándolo
“con gran poder y con mano fuerte” (Ex. 32:11), y al pie del monte Sinaí
(Ex. 19:1) Dios prometió hacer un pacto con la nación (Ex. 19:3-6). Para
nuestra sorpresa, antes de conocer las condiciones del pacto, el pueblo acordó
cumplir con todo lo que Dios dijera (Ex. 19:8). Este pacto entre Dios y la antigua nación de Israel, es un pacto al cual
usted y yo no hemos entrado. Es decir, usted y yo no somos parte de este
contrato, y nunca lo seremos. El antiguo pacto fue clavado en la cruz (Col.
2:14; Ef. 2:14-16) y reemplazado por “un mejor pacto” (Heb. 8:6-13;
9:15). Por lo tanto, el antiguo pacto no es una fuente de autoridad para
nosotros (Heb. 1:1,2; cf. Mat. 17:4,5). Los diez mandamientos son el fundamento del pacto, pero no son el pacto en
totalidad. Es decir, el antiguo pacto es mucho más que los diez mandamientos.
Después de dar los primeros diez mandamientos, el pueblo pidió al Señor no oír
más su voz, porque estaban atemorizados (Ex. 20:18-20). Entonces, Moisés se
acercó a la presencia de Dios para aprender el resto del pacto (Ex. 20:21).
Luego de recibir la ley, Moisés pronunció las palabras del pacto a todo el
pueblo, y el pueblo de Israel aceptó obedecer (Ex. 24:4-7). Hablando sobre la institución del primer pacto, el autor a los hebreos
escribió, “De donde ni aun el primer pacto fue instituido sin sangre. Porque
habiendo anunciado Moisés todos los mandamientos de la ley a todo el pueblo,
tomó la sangre de los becerros y de los machos cabríos, con agua, lana
escarlata e hisopo, y roció el mismo libro y también a todo el pueblo, diciendo:
Esta es la sangre del pacto que Dios os ha mandado. Y además de esto, roció
también con la sangre el tabernáculo y todos los vasos del ministerio. Y casi
todo es purificado, según la ley, con sangre; y sin derramamiento de sangre no
se hace remisión” (Heb. 9:18-22). Este antiguo pacto, entre Dios e Israel, fue un pacto temporal. Dios
prometió un nuevo pacto, no solo con Israel, sino también con toda la humanidad,
“He aquí que vienen días, dice Jehová, en los cuales haré nuevo pacto con la
casa de Israel y con la casa de Judá. No como el pacto que hice con sus
padres el día que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque
ellos invalidaron mi pacto, aunque fui yo un marido para ellos, dice
Jehová. Pero este es el pacto que haré con la casa de Israel después de
aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su
corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo. Y no
enseñará más ninguno a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce a
Jehová; porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más
grande, dice Jehová; porque perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más
de su pecado” (Jer. 31:31-34). El Antiguo Testamento concluye con dos pensamientos. Un llamado para que
Israel guarde la ley de Moisés, y la indicación de la venida de Elías como
precursor del Mesías (Mal. 3:1; 4:4-6). El Nuevo Testamento comienza con dos
pensamientos. Elías ya ha venido (cf. Luc. 1:13-17; Mat. 11:13,14; 17:11-13), y
Cristo está aquí (cf. Mar. 1:1-8; 1:14,15; Gal. 4:4,5).