Un pacto es un acuerdo firme, un contrato, o convenio, entre dos o más
partes que se comprometen a cumplir lo estipulado (ej. Gen. 21:32; 1 Sam. 18:3).
Desde el punto de vista espiritual, un pacto en el cual Dios está involucrado
fundamenta una relación entre él y el hombre, y, por lo tanto, legalmente Dios llega
a ser el sujeto de la primera parte y el hombre el sujeto de la segunda. El concepto de pacto entre Dios y su pueblo es uno de los temas centrales
de la Biblia. Un pacto de esta envergadura implica mucho más que un mero
contrato o acuerdo. La palabra “pacto” en el Antiguo Testamento también proporciona una
comprensión profunda del significado de esta idea vital. El sustantivo hebreo “pacto” (heb “berít”)
proviene de una raíz hebrea que significa “cortar”, implicando la extraña
costumbre según la cual dos personas pasaban por los cuerpos cortados de
animales sacrificados (cf. Gen. 15:8-21; Jer. 34:18). Una ceremonia semejante
siempre acompañaba a la realización de un pacto en el Antiguo Testamento.
Usualmente, quienes entraban en una alianza, o pacto, compartían una comida,
sellando así el convenio (cf. Gen. 31:54). Estudiando el tema, encontramos que Abraham
y su descendencia quedaron sujetos a circuncidarse como “señal del pacto” entre
ellos y Dios (Gen. 17:10,11), mientras que, en el Sinaí, Moisés roció con
sangre de animales el altar, el libro de la ley, y al pueblo mismo, por el
pacto al que ingresaron como nación (Ex. 24:3-8). Son muchos los casos donde personas
hicieron algún pacto en la historia bíblica. En estos pactos, seres humanos se
comprometieron entre sí. Lo maravilloso es que Dios, omnisciente y omnipotente,
entrase en algún pacto con el género humano, y precisamente esto es lo que debemos
estudiar y comprender lo mejor posible.