Los cristianos estamos involucrados en una gran batalla por las almas. Esta
guerra es espiritual y de consecuencia eterna. El enemigo es Satanás (cf. Ef.
6:12). El objetivo es la salvación, la de nosotros mismos y la de tantos otros
como podamos, “derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el
conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a
Cristo” (2 Cor. 10:5). Nuestras armas no son carnales (2 Cor. 10:4),
nuestra militancia tampoco (2 Cor. 10:3). Usamos “la espada del Espíritu”
como la única arma ofensiva de nuestra armadura (Ef. 6:13-17). La buena batalla de la fe (cf. 2 Tim. 4:7) requiere el mismo nivel de
determinación que caracteriza una guerra contra el terrorismo. Debemos tomar
una postura. Así como un gobierno no podría oponerse a la corrupción y al
terrorismo, si los permite y obtiene algún rédito de su existencia, nosotros no
podemos oponernos a Satanás sin romper definitivamente con su ámbito de
influencia. En otras palabras, los cristianos no pueden vencer a Satanás sin
oponerse al pecado. No pueden vencer el error doctrinal si comulgan con él. La
neutralidad es imposible. Cristo dijo, “El que no es conmigo, contra mí es;
y el que conmigo no recoge, desparrama” (Mat. 12:30). Nuestra conducta, nuestra habla y nuestras asociaciones, revelan mucho de
nuestra posición en esta gran batalla. Debemos recordar las palabras del
apóstol Pablo, quien dijo, “Y no participéis en las obras infructuosas de
las tinieblas, sino más bien reprendedlas” (Ef. 5:11).