La justificación de Abraham

 


Por Josué I. Hernández

 
El caso de Abraham ilustra el hecho de que la justificación es provista por la sumisión de fe (cf. Rom. 1:5; 10:16; 15:18; 16:26), no por obras de mérito. Consideremos esto.
 
“¿Qué, pues, diremos que halló Abraham, nuestro padre según la carne? Porque si Abraham fue justificado por las obras, tiene de qué gloriarse, pero no para con Dios. Porque ¿qué dice la Escritura? Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia” (Rom. 4:1-3).
 
Los judíos se enorgullecían de ser la descendencia carnal de Abraham (cf. Mat. 3:9; Jn. 8:33). No obstante, Abraham no fue justificado por la ley de las obras. Dios no lo consideró justo sobre la base de sus logros humanos, u obras de mérito. La fe del gran patriarca, demostrada en la sumisión obediente a Dios, fue el fundamento de su justicia (Rom. 4:12).
 
“Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia” (Rom. 4:4,5).
 
Cualquiera que confía en sus propios esfuerzos para recomendarse ante Dios espera la recompensa de Dios como una deuda. Pero, nosotros no podríamos alcanzar la salvación sin la ayuda de Dios. Necesitamos que él nos socorra. Necesitamos su gracia. Nuestra esperanza, por lo tanto, está basada en la gracia divina, no en alguna deuda divina para con nosotros.
 
La expresión “al que obra” (Rom. 4:4) debe mantenerse en su contexto. Es decir, Pablo no está diciendo: “al que obedece”. El apóstol está señalando al que obra perfectamente, sin falta alguna, como uno que recibe lo que merece sin gracia.
 
La frase “al que no obra” (Rom. 4:5) indica a uno que no hizo todo lo que debía, que no cumplió con todos sus deberes, sin embargo “cree en aquel que justifica al impío”. Este impío, es un pecador que no merece la justificación; pero, será justificado no por sus obras, sino porque creyó, es decir, obedeció en sumisión.
 
Este pecador que “no obra” pero “cree en aquel que justifica al impío”, es el individuo que no confía en sus propias obras como si pudieran salvarle. No podría ser justificado sin fe en Dios. Entonces, reconociendo su incapacidad para merecer el favor de Dios, ejerce fe, es decir, confianza obediente, la cual le es contada a justicia.
 
Solo hay dos formas en las cuales el hombre es aceptado por Dios. En primer lugar, el hombre es aceptado si nunca ha pecado. En segundo lugar, el hombre es aceptado si es perdonado. La primera de estas posibilidades no requiere de gracia, a la vez que permite la jactancia humana. Sin embargo, “todos pecaron” (Rom. 3:23). Esto deja a la segunda posibilidad como la única esperanza del hombre.
 
“Como también David habla de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras, diciendo: Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos” (Rom. 4:6,7).
 
David confirma lo que dice Pablo. La justicia será contada al creyente sin obras, es decir, aparte de las obras, ya que no merece la aceptación de Dios porque su vida no ha sido inmaculada. Será justificado, no porque obró perfectamente, sin haber pecado jamás, sino porque ha sido perdonado.
 
La frase “sin obras” no significa “sin obediencia al evangelio”. El contraste no es entre “fe”, en el sentido de asentimiento mental, o convicción, y “obediencia”. El contraste que hace Pablo es el siguiente: “fe”, en el sentido de sumisión, y “obras”, en el sentido de hechos inmaculados para ganar la propia salvación sin perdón ni gracia.
 
La respuesta de Abraham es el modelo de fe que debemos imitar, “Y creyó a Jehová, y le fue contado por justicia” (Gen. 15:6). Cada vez que Abraham obedecía a Dios lo hacía porque confiaba en él. Su fe se expresó en obras y se perfeccionó, o realizó, por ellas (Sant. 2:22).
 
Así también nosotros, debemos seguir “las pisadas de la fe que tuvo nuestro padre Abraham antes de ser circuncidado” (Rom. 4:12). Debemos avanzar sin retroceder (Heb. 10:39) confiando en Dios (Heb. 11:1), obedeciendo “Por la fe” (Heb. 11:8,9,17). Porque Cristo “vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen” (Heb. 5:9).