La Biblia es la autorrevelación de Dios. Podemos deducir algunas cosas de
él a partir de la naturaleza (Rom. 1:20). Sin embargo, para conocerlo
plenamente debemos dejar que él nos hable acerca de sí mismo en su palabra, la
Biblia. Él es Espíritu (Jn. 4:24). Las referencias físicas a él (ojos,
oídos, brazos, manos, dedos) son simplemente figuras. Los espíritus no tienen
carne ni huesos (Luc. 24:39). Él es eterno (Sal. 90:2; 1 Tim. 1:17). Él es “yo soy” (Ex. 3:13,14), quien
existe por sí mismo, un nombre similar a YHWH, traducido “Jehová” o “Señor”
(Ex. 6:3). Expresa tanto su existencia como su presencia. Debido a que Dios
trasciende el tiempo, su perspectiva es mayor que la nuestra. Él es omnipresente (Sal. 139:7-10). Él está en todas partes o, mejor dicho,
todo lugar está presente delante de él. Por lo tanto, no está limitado a una
localidad específica (cf. 1 Rey. 8:27). El es omnipotente (Gen. 17:1; Apoc. 4:8). Él es Dios todopoderoso, capaz de hacer
lo que él decida hacer (cf. Luc. 1:37). La Biblia comienza cuando Dios decide
crear el universo de la nada (Gen. 1; Heb. 11:3). Él es omnisciente (1 Jn. 3:20; Heb. 4:13). Su absoluto conocimiento lo distingue
(Is. 41:22,23), llegando a saber lo que sucederá (Is. 46:10), y lo que podría
haber sucedido (cf. Gen. 22:12; 1 Sam. 23:10-13). Él es santo (Is. 6:3; Apoc. 4:8). Es apartado, y venerado. Sólo él es
reverendo (cf. Sal. 111:9). Él es único, tanto en naturaleza como en conducta, lo
que algunos llaman “santidad ética”. Él es justo (Deut. 32:4; Sal. 89:14). No podría hacer algo diferente a lo que
es correcto. Su propia naturaleza define lo que es correcto, es decir, él es el
estándar de la justicia. Él es luz (1 Jn. 1:5). La luz indica bondad, justicia y verdad (Ef. 5:9),
mientras que la oscuridad indica ignorancia, error y maldad. Estos últimos ni
siquiera pueden ser tolerados por él (Sant. 1:13). Él es amor (1 Jn. 4:8,16). Él ama por su naturaleza, no por nuestra “bondad”.
Es una cuestión de su voluntad activa, no una simple emoción, aunque esto
ciertamente está involucrado. Su amor es activo y abnegado (cf. Jn. 3:16). Él es compasivo y clemente (Deut. 4:31; Sal.
86:15). Este es un
sentimiento de simpatía que motiva la acción de socorro, el dolor de corazón
hacia los afligidos unido al deseo de brindar alivio. Aunque la misericordia va
más allá de la justicia, no la ignora (Is. 30:18). Él es misericordioso (Sal. 86:15) expresando una disposición favorable
(Sal. 145:9), incluso hacia quienes no lo merezcan. Él es el Dios de gracia (1
Ped. 5:10). El amor, la misericordia y la gracia van de la mano (Ef. 2:4,5). Él es longánime y paciente (Sal. 86:15; 2 Ped.
3:9). Su paciencia puede
estar ligada a su justicia o su misericordia, pero no es ilimitada. Él es celoso (Ex. 20:5). Su justicia requiere que él esté celoso de su
honor, porque no puede dárselo a ningún otro (Is. 48:11). Él se aíra (Jn. 3:36) en el sentido judicial. Es su respuesta a la impiedad y la
injusticia (Rom. 1:18; Ef. 5:3-6), una consecuencia lógica de su santidad y
justicia. Él es severo (Rom. 11:22). Él es fuego consumidor (Heb. 12:29). Por
lo tanto, no debemos subestimar su severidad (Apoc. 14:9-11). Él mismo nos
ofrece el cielo, pero también nos advierte del infierno. Él es inmutable (Mal. 3:6; Sant. 1:17). Su naturaleza y carácter son siempre los
mismos. Él es el mismo Dios del Antiguo Testamento. Él podría cambiar sus
actividades, cambiando de opinión, pero este cambio no es por inconstancia,
sino un cambio necesario en vista de condiciones preestablecidas (cf. Jer. 18:7-10;
26:13; Jon. 3:10). Él es fiel (1 Cor. 1:9; 2 Tim. 2:13). No puede negarse a sí mismo, ni negar su
palabra, ya sean sus advertencias como sus promesas (cf. Jos. 23:14-16). El
paso del tiempo no afecta su fidelidad (2 Ped. 3:8,9). Sencillamente, podemos
confiar en él.
Conclusión
Algunos están mal preparados para acercarse a Dios. No podrían servirle, ni
agradarle. Ignoran voluntariamente lo que él ha revelado de sí mismo, para
luego pintar una imagen de cómo les gustaría que él fuera (Sal. 50:21). Necesitamos una visión precisa y equilibrada de Dios, teniendo en cuenta
todo lo que él ha dicho de sí mismo. “Mira, pues, la bondad y la severidad
de Dios” (Rom. 11:22).