Es interesante saber que la palabra hebrea “lepra” significa literalmente “azotar,
flagelar”, aludiendo a un golpe de azote; sin duda alguna, así se sintieron sus
víctimas. La ley de Moisés demandaba que el leproso fuera puesto en cuarentena,
y debía rasgarse la ropa, y dejarse crecer el cabello enredado, y cubrirse el
labio superior, e incluso gritar, “¡Inmundo! ¡Inmundo!” (Num. 13:45,
JER). Solo después de un complicado proceso de purificación podría ser
readmitido en la sociedad. Cuán apropiado fue que Jesús empleara a personas tan miserables e
inadaptadas sociales para manifestar su gracia y su gloria. La limpieza de los
leprosos fue una señal clara de la identidad de Jesús (cf. Mat. 11:2-6).
Un milagro revelador
Mateo (8:1-4), Marcos (1:40-45) y Lucas (5:12-15) nos informan sobre un
ejemplo temprano de Jesucristo limpiando a un leproso. El hombre estaba lleno
de lepra, e imploró, “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. Entonces, “Jesús
extendió la mano y le tocó, diciendo: Quiero; sé limpio. Y al instante su lepra
desapareció”. Quien tocase a un leproso quedaría impuro, pero el toque de Jesús fue un
toque para limpieza. El toque de Jesucristo fue un toque de liberación. Marcos
nos informa que este fue un toque de misericordia. Un milagro que no solo
confirmó el poder del Señor, poder que el leproso reconocía, sino que también
señaló su corazón bondadoso y compasivo, algo que el leproso no sabía. Este
poder divino para limpiar y su compasión para ayudar, son la base de nuestra
salvación del pecado, el cual como la lepra nos corrompe y destruye. Un componente interesante de esta historia es que Jesús le ordenó que no le
contara a nadie sobre el milagro que tanto le bendijo. Debía ir y mostrarse al
sacerdote, conforme a la ley de Moisés (Lev. 14:1-32). El Señor atraía grandes
multitudes, y tanta gente buscando sanidad, unidos a curiosos que solo querían
observar, y críticos que solo querían cuestionar, presentaban dificultades a la
predicación del evangelio, la obra principal de Jesucristo (cf. Mar. 1:37,38). Qué gran contraste con tantos charlatanes modernos que no tiene poder para
ir a sanar a los enfermos en los hospitales, pero que anuncian ampliamente sus
ministerios de curación.
Una respuesta reveladora
Lucas registra otra limpieza ocurrida casi al final del ministerio de
Jesús. Dirigiéndose a Jerusalén, pasando entre Samaria y Galilea salieron al
encuentro del Señor diez leprosos que clamaban pidiendo misericordia. Jesús les
dijo que fueran a mostrarse al sacerdote, y en el camino fueron limpiados. Uno
de los diez leprosos, regresó dando gloria a Dios a gran voz, y se postró a los
pies de Jesús dándole las gracias, “y éste era samaritano”. Entonces, “Respondiendo
Jesús, dijo: ¿No son diez los que fueron limpiados? Y los nueve, ¿dónde
están? ¿No hubo quien volviese y diese gloria a Dios sino este
extranjero?” (Luc. 17:17,18). ¿Qué sucedió con los nueve? ¿Por qué no volvieron para expresar su
gratitud? ¿Tenían algo de gratitud, pero no creyeron que fuese necesario
expresarla? ¿Estaban demasiados ansiosos por disfrutar de su nueva libertad? ¿Apreciaron
el don recibido, pero olvidaron al donante? Cualquiera que sea la explicación,
es una escena lamentable. La gratitud, como tantas otras cosas buenas, tiene poco valor si no se
expresa. No repitamos la misma falta respecto a nuestra limpieza del pecado.