Pilato se lavó las manos

 


Por Josué I. Hernández

 
Poncio Pilato tuvo que lidiar con la compleja tarea de juzgar a Jesús. Aunque para Pilato era una cuestión política, proceder con justicia era una cuestión sencilla. Jesús era inocente. Debido a que no había hecho algo malo, Jesús debía ser dejado en libertad. Pilato no tardó en descubrir que Jesús era un inocente (cf. Luc. 23:4,14,22) a quien habían entregado por envidia (Mat. 27:18; Mar. 15:10). Los judíos querían una ejecución, no querían justicia (cf. Mar. 15:15; Luc. 23:23-25).
 
“Viendo Pilato que nada adelantaba, sino que se hacía más alboroto, tomó agua y se lavó las manos delante del pueblo, diciendo: Inocente soy yo de la sangre de este justo; allá vosotros” (Mat. 27:24).
 
Así, pues, el prisionero inocente fue crucificado, y el juez deshonesto se declaró limpio al lavarse las manos para manifestar su inocencia. Sin embargo, lavarse las manos no lo limpiaba. Al concluir el lavamiento, Pilato era tan responsable como antes.
 
Lo que hizo Pilato es propio del hombre en pecado. Desde el principio la humanidad ha procurado eludir la responsabilidad de su conducta. Adán culpó a Eva, y Eva culpó a la serpiente, ¿a quién culpamos nosotros? Algunos culpan al gobierno, a la sociedad, a sus padres, al sistema educacional, a las amistades, a la pobreza, al destino, a la ignorancia, etc. Pero estos esfuerzos no son mejores que el lavamiento de las manos de Pilato, pero nada puede evitar que enfrentemos el juicio de Dios (2 Cor. 5:10).
 
Sin embargo, por la gracia de Dios hay un giro maravilloso en todo esto. Si bien no hay manera de eliminar la responsabilidad por nuestros errores, si hay manera de eliminar la culpa. La sangre de Jesús nos limpia, la misma sangre que fue derramada por el decreto del cobarde Pilato.
 
“en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia” (Ef. 1:7).
 
“Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira” (Rom. 5:9).
 
“pero si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Jn. 1:7).
 
Para que nuestras almas sean purificadas debemos obedecer a la verdad (1 Ped. 1:22), esta verdad es el evangelio (Ef. 1:13), el poder de Dios para salvación (Rom. 1:16). La sangre de Cristo fue derramada para lavarnos (Apoc. 1:5), y somos lavados cuando somos bautizados en Cristo (cf. Hech. 2:38; 22:16).
 
El apóstol Juan vio a muchos santos quienes “han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero” (Apoc. 7:14), nosotros también podemos pertenecer a ese grupo.
 
Pilato no tenía idea de las ramificaciones de sus acciones aquel día lleno de acontecimientos. Pero, usted sí puede entender. Entonces, ¿a quién seguirá? ¿Seguirá al gobernador corrupto que negaba su responsabilidad o seguirá a Cristo en su limpieza?