Los milagros de Jesús fueron señales, medios que indicaban alguna lección. Apelaban
al entendimiento, dirigiendo la mente. Por lo tanto, los milagros del Señor no
fueron un fin en sí mismos sino un medio de transmisión de un mensaje. Este
propósito no podría ser más claro que en el evento registrado en Lucas 5:17-26,
cuando Jesús sanó a un paralítico (cf. Mat. 9:2-8; Mar. 2:1-12).
La oportunidad
Jesús estaba enseñando en Capernaum, y los fariseos y doctores de la ley
habían llegado de diversas partes para oírlo (Luc. 5:17). Eran tantos los
asistentes que ni aún cabían a la puerta mientras el Señor predicaba la palabra
(Mar. 2:2). Entonces, cuatro hombres trajeron a un paralítico para que lo sanara, pero
siendo incapaces de ingresar entre la multitud, subieron al paralítico al techo.
Una vez en el techo, hicieron una abertura para bajar al paralítico justo
enfrente de Jesús. ¿Puede imaginar la conmoción que esto provocó? Es una escena
asombrosa, sin duda. La determinación de estos cuatro es un gran ejemplo para nosotros. Estaban
decididos a llevar al paralítico a Jesús. Eran varios los obstáculos. Las
limitaciones físicas del paralítico, la multitud que no cooperaba, la
dificultad para subir al hombre al techo para luego bajarlo con el cuidado
respectivo. Sin embargo, ninguno de los obstáculos los disuadió. Debemos aprender
de ellos, para ser más entusiastas, esforzados y constantes en nuestros
esfuerzos por llevar a otros a Jesucristo.
Los medios
Jesús deseaba sanar al paralítico, y había muchas maneras en que él, con su
eterno poder, podría haberlo hecho. El Señor escogió el medio más impactante, y
le dijo al paralítico, “tus pecados te son perdonados”. Jesucristo llamó la atención a su divina autoridad, y, por lo tanto, a su
identidad divina. Los críticos razonaron que sus palabras eran una blasfemia,
porque solo Dios puede perdonar los pecados. Entonces, el Señor le dijo al
paralítico, “A ti te digo: Levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa”. Y,
para el asombro de todos, “Al instante, levantándose en presencia de ellos,
y tomando el lecho en que estaba acostado, se fue a su casa, glorificando a
Dios”. Esta señal transmitió un mensaje inconfundible. Es verdad que solo Dios
puede perdonar los pecados, nadie más podría hacerlo. Los críticos tenían razón
al decir, “¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?”. El pecado es
un acto cometido contra Dios (cf. 1 Jn. 3:4; Sal. 51:4), nadie puede perdonar a
un ofensor en lugar del ofendido. El pecado insulta a Dios (Is. 43:24; 2 Sam. 11:27; Hab. 1:13), contrista a
Dios (Gen. 6:6; Mat. 23:37,38; Mar. 3:5; Luc. 19:41-44), y avergüenza a Dios
(Heb. 12:5-11; cf. Prov. 29:15). Jesucristo no hablaba blasfemias, porque el milagro confirmó que “el
Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados” (Luc.
5:24). Como dijo J. W. McGarvey, “El poder de obrar milagros no implica en sí
mismo la autoridad para perdonar pecados; pero, lo es cuando se afirma esa
autoridad y se realizan milagros como prueba de ello”. Ningún ángel, apóstol o profeta hizo alguna vez una afirmación semejante.
Sus milagros confirmaron que eran portavoces de Dios, pero ellos nunca
perdonaron algún pecado.
La reacción
“Y todos, sobrecogidos de asombro, glorificaban a
Dios; y llenos de temor, decían: Hoy hemos visto maravillas”. Un milagro notable que confirmaba
afirmaciones sorprendentes. Así como ellos, debemos glorificar a Dios por darnos a Cristo, nuestro
Salvador, quien no solo tiene poder sobre la enfermedad física, sin que tiene
el poder para curar nuestro más grande mal, el pecado.