Por Josué I. Hernández
Muchas veces leemos en la Biblia cómo Dios nos
llama a permanecer sobrios para no caer en el engaño, “Nadie os engañe en
ninguna manera” (2 Tes. 2:3; cf. 1 Jn. 2:26). Leemos de lobos disfrazados
de ovejas (Mat. 7:15,16; cf. 2 Cor. 11:13-15) y de la serpiente que con astucia
engañó a Eva (cf. 2 Cor. 11:3; 1 Tim. 2:14), y de cómo los embaucadores (2 Tim.
3:13) engañan los corazones con lo que suena bien (cf. Rom. 16:18; Tito 1:10).
De igual modo, la Biblia nos previene del
autoengaño, aquel tipo de fraude en el cual la propia persona interviene embaucándose
a sí misma (cf. Jer. 17:9). Estos “deseos engañosos” (Ef. 4:22), por
ejemplo, “el engaño de las riquezas” (Mat. 13:22), prometen lo que no
pueden cumplir (cf. Luc. 12:16-21; 1 Tim. 6:9,10) aunque proveen “deleites
temporales” (Heb. 11:25) que cautivan (2 Tim. 2:26).
La gravedad del autoengaño se puede apreciar en
el caso de Saulo, quien estaba convencido de rendir un “servicio a Dios”
(cf. Jn. 16:2) mientras creía su deber hacer muchas cosas contra el nombre de
Jesús de Nazaret (Hech. 26:9-11). ¿Cómo llegó a semejante condición si se
esforzaba por vivir “con toda buena conciencia” (Hech. 23:1)? El mismo
responde, “lo hice por ignorancia, en incredulidad” (1 Tim. 1:13).
La gravedad del autoengaño se puede apreciar cuando
alguno cree que está bien con Dios por ser un oidor de la palabra, pero sin
obedecerla. A los tales, Santiago escribió, “Pero sed hacedores de la
palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos” (Sant.
1:22). El oír es un medio, no un fin. Alguno podría oír la palabra sin ser persuadido
por ella (Hech. 26:28). Debemos oír la palabra para creerla (cf. Rom. 10:17) y
ponerla por obra (cf. Sant. 1:25; 2:22; Gal. 5:6).
Asimismo, la gravedad del autoengaño se puede
apreciar cuando alguno cree que está bien con Dios porque participa fielmente
en los servicios, pero no refrena su lengua en el diario vivir. A los tales Santiago
escribió, “Si alguno se cree religioso entre vosotros, y no refrena su
lengua, sino que engaña su corazón, la religión del tal es vana” (Sant.
1:26). La fidelidad en los actos de adoración es vana si el adorador no hace
los cambios necesarios que la palabra de Dios demanda (cf. Sant. 1:23-26;
4:7-10; Is. 1:1-20).
La gravedad del autoengaño también se puede
apreciar cuando alguno es vanaglorioso (Gal. 5:26) y en su indiferencia no está
dispuesto a restaurar con mansedumbre considerándose a sí mismo (Gal. 6:1), ni
está dispuesto a sobrellevar las cargas de los otros (Gal. 6:2). Acerca de los
tales, el apóstol Pablo escribió, “Porque el que se cree ser algo, no siendo
nada, a sí mismo se engaña” (Gal. 6:3). “Cree que es un gran número no
siendo nada en absoluto. Es en realidad un cero” (Robertson). Es sabio en su propia
imaginación (Rom. 12:16).
De una manera similar, la gravedad del
autoengaño se puede apreciar en la iglesia de Corinto, cuando hermanos
divisionistas creían que sus actitudes y conducta eran cosa de gran inteligencia.
A los tales, el apóstol Pablo escribió, “Nadie se engañe a sí mismo; si
alguno entre vosotros se cree sabio en este siglo, hágase ignorante, para que
llegue a ser sabio” (1 Cor. 3:18). El hombre verdaderamente sabio debe
ignorar todo aquello que juzga y menosprecia el bendito evangelio de Jesucristo.
“Según la sabiduría de Dios, la iglesia es su templo santo en que mora el
Espíritu Santo, y no una caja de resonancia de diferentes filosofías humanas
que promueven la división y la contención” (B. H. Reeves).
Conclusión
2 Timoteo 2:13 nos enseña un par de principios
que debemos reconocer. En primer lugar, los engañadores arruinan su habilidad
para distinguir entre la verdad y el error. En segundo lugar, todo engañado es también un engañador.
El Señor Jesucristo enseñó que habrá mucha
gente en el juicio final pensando que estaban agradando a Dios (Mat. 7:21-23).
¿Hay decepción más grande que esta? Es urgente, por lo tanto, el autoexamen (2
Cor. 13:5).
“No os engañéis; Dios no puede ser burlado:
pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gal. 6:7).