La resurrección de Lázaro



Por Josué I. Hernández

 
Los milagros de Jesucristo fueron señales que indicaban quién es él. Él mismo había dicho a los escépticos, “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis. Mas si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que conozcáis y creáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre” (Jn. 10:37,38). Un milagro que demostró ampliamente este punto fue la resurrección de Lázaro (Jn. 11:1-53).
 
Jesús estaba en Perea cuando recibió la noticia de que Lázaro estaba enfermo, y respondió, “Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (Jn. 11:4). ¿Cómo sucedería esto? En primer lugar, la resurrección de Lázaro sería una prueba dramática de la deidad de Jesucristo. En segundo lugar, este acontecimiento desencadenaría la conspiración oficial para la muerte del Señor, quien resucitaría y ascendería a los cielos para ser glorificado (cf. Jn. 7:39; 12:23; Fil. 2:9-11).
 
Jesús tardó dos días en salir hacia Betania (Jn. 11:6). Esto tuvo el efecto de asegurar la muerte de Lázaro, el cual llevaría cuatro días muerto cuando el Señor Jesús llegase a esta aldea.
 
Marta, la hermana de Lázaro, salió a recibir a Jesús, opinando que si el Señor hubiera estado allí Lázaro no habría muerto. Jesús le aseguró que Lázaro resucitaría. Marta lo creía, y de todo corazón, aunque solo pensaba en la resurrección en el día final. Jesús le dijo, “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?” (Jn. 11:25,26). Anteriormente, él afirmó que el Padre le había confiado la vida y el juicio (Jn. 5:21-29), prerrogativas que poseía en su igualdad con Dios el Padre (Jn. 5:17-23). Marta confesó de buena gana su fe en él como el Hijo de Dios, pero tardó en ver estas implicaciones de la identidad del Señor (Jn. 11:27).
 
María, la otra hermana de Lázaro, salió a recibir a Jesús acompañada por una multitud de dolientes. Juntos se dirigieron a la tumba. Entonces, Jesucristo ordenó, “Quitad la piedra” (Jn. 11:39). Marta, tal vez, pensando que el Señor quería ver el cadáver, se opuso; pero, el Señor la tranquilizó, “¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?” (Jn. 11:40).
 
Entonces, Jesús oró en voz alta. Él quería que todos los presentes supieran que aquello que estaba a punto de suceder lo hacía en total armonía con el Padre, “Padre, gracias te doy por haberme oído. Yo sabía que siempre me oyes; pero lo dije por causa de la multitud que está alrededor, para que crean que tú me has enviado” (Jn. 11:41,42).
 
Luego de orar, el Señor clamó a gran voz, “¡Lázaro, ven fuera!” (Jn. 11:43). Para el asombro de los testigos, Lázaro salió todavía envuelto en sus vendas.
 
Muchos de los que vieron el milagro creyeron, pero algunos informaron de esto a los fariseos. En sus propias palabras, el dilema de los gobernantes era, “¿Qué haremos? Porque este hombre hace muchas señales. Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos, y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación” (Jn. 11:47,48). Ellos tenían miedo de perder sus privilegios. Estaban realmente preocupados por su puesto. Debían hacer algo. Para ellos, no importaba la realidad de los milagros de Jesús. Caifás, el sumo sacerdote, lo expresó sin rodeos: Jesús tenía que morir (Jn. 11:49-51).
 
Irónicamente, los enemigos de Jesús estaban preparando el escenario para el mayor milagro del Señor. Además, con su comportamiento estaban atrayendo sobre sí mismos la destrucción que procuraban evitar.