Cuando la iglesia de Jerusalén debía buscar
quiénes sirvieran a las mesas, entre los requisitos exigidos estaba la buena reputación,
“varones de buen testimonio” (Hech. 6:2,3). Lo mismo podemos observar
cuando son indicados los requisitos de quiénes ejercerán el obispado, “que
tenga buen testimonio” (1 Tim. 3:1,7). Por implicación, los diáconos no
quedan fuera de esta regla (“sometidos a prueba… irreprensibles”, 1 Tim.
3:8-10), como tampoco quedan fuera los predicadores (cf. 2 Tim. 2:2). Según observamos, desde un trabajo como “el servir
a las mesas” hasta el mismo “obispado”, Dios exige que los varones
involucrados tengan “buen testimonio”. Por lo tanto, la costumbre de
hacer participar públicamente a hermanos con mala, o con dudosa, reputación, es
algo totalmente inadecuado y sin autoridad bíblica. Exigir la “buena reputación”
de los servidores públicos es algo importante para Dios y debe ser importante
para nosotros. La buena reputación exigida por Dios no está
limitada a la iglesia. La Biblia dice, “es necesario que tenga buen
testimonio de los de afuera” (1 Tim. 3:7). Los “de afuera” son los del
mundo (1 Cor. 5:12,13; Col. 4:5; 1 Tes. 4:12). Ya que la iglesia es “columna
y baluarte de la verdad” (1 Tim. 3:15) no debe ser cuestionada por tener
entre sus filas a personas reprochables, que manchan a la iglesia y la privan
de su buena influencia (cf. 1 Cor. 5:1,2). Si alguno anda desordenadamente debe ser
disciplinado (cf. 1 Tes. 3:6,14; 1 Cor. 5:4-13), si se ha arrepentido debe ser perdonado
y consolado (2 Cor. 2:5-11). Sin embargo, aunque el perdón se da, la confianza
se gana. En semejante caso el tiempo necesario debe ser esperado para que los
frutos sean evidentes a la iglesia y más allá (cf. 2 Cor. 7:11). El pecado
perdonado ya no existe, y los frutos del arrepentimiento cubrirán las faltas
cometidas (cf. Hech. 26:20); y así, la reputación llega a ser buena a los ojos
de Dios y de los hombres (cf. 2 Cor. 8:21).