Por Josué I. Hernández
Imagine que un día visita a una familia a
quienes hace tiempo no veía, y ellos le invitan a comer, y cuando están
sentados a la mesa usted se da cuenta de que uno de los asientos está vacío. Falta
uno, y nadie parece estar preocupado por su ausencia, salvo usted. Haciendo un
ejercicio de memoria usted recuerda que el ausente se llama Diego. ¿No
preguntaría por él? ¿Dónde está? ¿Está enfermo? ¿Por qué no lo ha visto? ¿Por
qué no lo han mencionado siquiera?
Imagine que nadie en la familia sabe qué pasó
con Diego, hasta que alguien dice, “ahora que lo pregunta, recuerdo a Diego, pero
hace tiempo que no lo vemos”, mientras que otros piensan en las posibles
razones por las cuales Diego ya no está entre ellos. De pronto, alguien dice, “recuerdo
que Diego se sentaba junto a mí”; y otro afirma, “recuerdo que Diego era amable”.
Sin embargo, ¡nadie sabe dónde está Diego!
Es increíble que algo así suceda, ¿verdad? Una
familia es un grupo de personas profundamente relacionadas, que se aman, que comparten
su tiempo, que sufren juntos, y disfrutan juntos. ¿Podría suceder algo así en
una familia espiritual, una iglesia local? ¿Podría un hermano desaparecer sin
que nadie se preocupe y haga algo?
“que los miembros todos se preocupen
los unos por los otros” (1 Cor. 12:25).
“Mirad bien, no sea que alguno deje
de alcanzar la gracia de Dios” (Heb. 12:15).