La piedad se define frecuentemente como ser
semejante a Dios. Por otra parte, la mundanalidad suele entenderse como ser
como el mundo. Aunque estas definiciones describen un entendimiento general, no
son realmente precisas. W. E. Vine, define la piedad de la siguiente
manera, “de eu, bien, y sebomai, ser devoto, denota aquella piedad que,
caracterizada por una actitud en pos de Dios, hace aquello que le es agradable
a él”. Entonces, la piedad es una disposición hacia Dios, una tendencia del
corazón que procura agradar a Dios, una inclinación de la voluntad para
complacer a Dios en lugar de buscar complacer al mundo impío. Debido a que la piedad es una actitud hacia
Dios, esta actitud modificará la conducta en cuanto sea necesario para
complacer a Dios, por ejemplo, “Asimismo, que las mujeres se vistan con ropa
decorosa, con pudor y modestia, no con peinado ostentoso, no con oro, o perlas,
o vestidos costosos; sino con buenas obras, como corresponde a las mujeres
que profesan la piedad” (1 Tim. 2:9,10). La consecuencia del esfuerzo de los piadosos será
un comportamiento semejante al de Dios, “Sed, pues, imitadores de Dios como
hijos amados” (Ef. 5:1). Por el contrario, la impiedad, o mundanalidad,
dará como resultado un comportamiento opuesto al carácter de Dios. El punto es
que la piedad y la impiedad son más que conducta y acciones, la piedad y la
mundanalidad son disposiciones del corazón. David escribió, “Guarda mi alma, porque soy
piadoso; salva tú, oh Dios mío, a tu siervo que en ti confía” (Sal. 86:2).
Según aprendemos aquí, la piedad se demuestra en la confianza en Dios, la
preocupación por las cosas de Dios, y la disposición a servirle. La Biblia nos da varias razones para rechazar
la mundanalidad. Amar y servir al mundo, mientras procuramos amar y servir a Dios,
es un imposible. Nadie puede servir a dos señores (cf. 1 Jn. 2:15; Mat. 6:24).
El mundo y sus pasiones van pasando (1 Jn. 2:17). El desafío constante para el pueblo de Dios es vivir
en el mundo, sin ser del mundo (cf. Jn. 17:14-16), mientras mantiene, e incluso
crece, en su disposición piadosa por complacer a Dios (cf. 2 Ped. 1:6).