Piedad y mundanalidad



Por Josué I. Hernández

 
La piedad se define frecuentemente como ser semejante a Dios. Por otra parte, la mundanalidad suele entenderse como ser como el mundo. Aunque estas definiciones describen un entendimiento general, no son realmente precisas.
 
W. E. Vine, define la piedad de la siguiente manera, “de eu, bien, y sebomai, ser devoto, denota aquella piedad que, caracterizada por una actitud en pos de Dios, hace aquello que le es agradable a él”. Entonces, la piedad es una disposición hacia Dios, una tendencia del corazón que procura agradar a Dios, una inclinación de la voluntad para complacer a Dios en lugar de buscar complacer al mundo impío.  
 
Debido a que la piedad es una actitud hacia Dios, esta actitud modificará la conducta en cuanto sea necesario para complacer a Dios, por ejemplo, “Asimismo, que las mujeres se vistan con ropa decorosa, con pudor y modestia, no con peinado ostentoso, no con oro, o perlas, o vestidos costosos; sino con buenas obras, como corresponde a las mujeres que profesan la piedad” (1 Tim. 2:9,10).
 
La consecuencia del esfuerzo de los piadosos será un comportamiento semejante al de Dios, “Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados” (Ef. 5:1). Por el contrario, la impiedad, o mundanalidad, dará como resultado un comportamiento opuesto al carácter de Dios. El punto es que la piedad y la impiedad son más que conducta y acciones, la piedad y la mundanalidad son disposiciones del corazón.  
 
David escribió, “Guarda mi alma, porque soy piadoso; salva tú, oh Dios mío, a tu siervo que en ti confía” (Sal. 86:2). Según aprendemos aquí, la piedad se demuestra en la confianza en Dios, la preocupación por las cosas de Dios, y la disposición a servirle.
 
La Biblia nos da varias razones para rechazar la mundanalidad. Amar y servir al mundo, mientras procuramos amar y servir a Dios, es un imposible. Nadie puede servir a dos señores (cf. 1 Jn. 2:15; Mat. 6:24). El mundo y sus pasiones van pasando (1 Jn. 2:17).
 
El desafío constante para el pueblo de Dios es vivir en el mundo, sin ser del mundo (cf. Jn. 17:14-16), mientras mantiene, e incluso crece, en su disposición piadosa por complacer a Dios (cf. 2 Ped. 1:6).