“y descendieron ambos al agua, Felipe y el
eunuco, y le bautizó”
(Hech. 8:38).
Es ampliamente conocido que muchos grupos
religiosos, al administrar lo que ellos llaman “bautismo”, no sumergen en agua al
creyente, sino que le rocían agua sobre la cabeza. No obstante, este
procedimiento ignora los siguientes hechos: La palabra griega “bapto” significa “sumergir”,
nada más. Así lo afirman los mejores léxicos griegos. No es extraño, por lo
tanto, que entendamos una “inmersión” en todos los pasajes donde el vocablo “bapto”
se encuentre (cf. Luc. 16:24; Jn. 13:26). El Nuevo Testamento establece claramente que el
bautismo implica una sepultura y una resurrección (cf. Rom. 6:4; Col. 2:12). La
aspersión y el derramamiento de agua no requieren esto. Además, el Nuevo
Testamento indica que el agua requerida debe ser la suficiente para que el
creyente desciende a ella y suba de ella (cf. Hech. 8:38,39; Jn. 3:23).
Semejante cantidad de agua no podría ser transportada, y, por lo tanto, los
creyentes debían llegar a ella (cf. Hech. 8:36). La historia es elocuentemente explícita para
señalar que la aspersión es un invento de una era posterior a la época de los
apóstoles, uno más de los “mandamientos de hombres” (Mat. 15:9). La
evidencia histórica es tan abrumadora que los más doctos, entre los que
promueven y practican la aspersión, admiten que en el primer siglo el bautismo
(inmersión) se practicó sumergiendo al creyente, “sepultados con él en el
bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él” (Col. 2:12). El Señor Jesucristo no dijo “el que creyere y
fuere rociado”, él dijo “el que creyere y fuere bautizado (sumergido)
será salvo” (Mar. 16:16). ¿Por qué hacer algo diferente a lo que Cristo
mandó? ¿Qué bendición habrá para los desobedientes (Heb. 5:9)?