Por Josué I. Hernández
“Levantando los ojos, vio a los ricos que echaban sus ofrendas en el arca de las ofrendas. Vio también a una viuda muy pobre, que echaba allí dos blancas. Y dijo: En verdad os digo, que esta viuda pobre echó más que todos. Porque todos aquéllos echaron para las ofrendas de Dios de lo que les sobra; mas ésta, de su pobreza echó todo el sustento que tenía” (Luc. 21:1-4).
Estas dos monedas pequeñas equivaldrían a un centavo (cf. Mar. 12:42). Parecían insignificantes, ¿no es así? Sin embargo, Jesús dijo que ella hizo más que todos los otros, ¿por qué?
La ofrenda de la viuda fue generosa en proporción a lo que ella tenía. Nosotros los cristianos debemos ofrendar cada primer día de la semana según hayamos prosperado (1 Cor. 16:2), pero Dios no especifica una proporción. Eso depende de nosotros, de nuestros corazones, de nuestra relación con Dios. Así, pues, el “dador alegre” haya la oportunidad de expresar su generosidad (2 Cor. 9:6,7), mientras el egoísta dará con tristeza, obligado a entregar de su dinero.
La ofrenda de la viuda fue una gran expresión de fe. Entregó todo lo que tenía y confió su futuro a Dios. Su donación tuvo un efecto duradero. Las contribuciones más costosas de los demás fueron usadas en cosas muy visibles, con lo cual se logró un bien momentáneo. Pero, ¿quién puede medir el impacto que la ofrenda de la viuda ha tenido en los millones que hemos leído lo que ella hizo ese día? A menudo no tenemos idea de hasta dónde puede llegar una buena acción aparentemente pequeña.