Ambición personal



Por Josué I. Hernández


No hay cosa tan alejada de Jesucristo como la ambición personal. Cuando el orgullo lleva a alguien a buscar prestigio y preeminencia entre los hombres, este impulso vanaglorioso lo lleva lejos, muy lejos, de “la mansedumbre y ternura de Cristo” (2 Cor. 10:1). Tal disposición motiva la codicia por el poder y el reconocimiento, y también motiva la rivalidad y la contención.  

La palabra griega que, en el Nuevo Testamento se usa para señalar esta obsesión con el ego, es “eritheia” (“divisiones”, 2 Cor. 12:20; “contiendas”, Gal. 5:20; “contención”, Fil. 1:16; “contienda”, Fil. 2:3; “contención”, Sant. 3:14-16). Esta palabra “denota ambición, buscar uno lo propio, rivalidad” (Vine), “un deseo de promocionarse” (Thayer), “la ambición que no tiene concepto de servicio y que sólo pretende provecho y poder” (W. Barclay). Esta obra de la carne se manifestará en quien trabaja para su propio beneficio, para superar a los demás, para quedar en el primer plano, con un espíritu partidista y faccioso. Los corintios eran así (cf. 1 Cor. 3:1-3), y algunos predicadores fueron motivados por este impulso pecaminoso (Fil. 1:16).  

El registro bíblico indica que buenos hombres fueron elogiados. Por ejemplo, Pablo alabó el comportamiento de Onesíforo (2 Tim. 1:16-18), de Timoteo (Fil. 2:19-23), y de Epafrodito (Fil. 2:25-30). Sin embargo, estos hombres no estaban motivados por la adulación y el reconocimiento. Ellos servían desinteresadamente en el reino de los cielos, sin buscar la fama, la gloria, y el poder entre los hombres.  

Debemos reconocer que el amor a la adulación incita y promueve la ambición personal. Cuando los cumplidos se vuelven reconfortantes y estimulan hacia la preeminencia, la ambición personal desarrollará sus tentáculos. Por lo tanto, los cristianos no solo deben desarrollar una piel gruesa (de cocodrilo) contra la crítica mordaz, sino también contra la adulación y las lisonjas.

Eliminando la ambición personal

Para exterminar la ambición personal debemos amar, servir, y andar, como lo hizo Cristo. Es imposible que tengamos algún impulso vanaglorioso por el prestigio y la preeminencia si tenemos siempre presente la humillación de nuestro Señor. 

Amar como Cristo. Enfocando el amor de Cristo, Pablo escribió, “Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados. Y andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Ef. 5:1,2). La ambición personal no puede prosperar cuando el ego está enfocado en amar como lo hizo nuestro Señor.

Servir como Cristo. Él no vino para ser servido, sino para servir (Mat. 20:28; cf. Luc. 22:27). Cuando estamos enfocados en servir, los deseos egoístas se marchitan. La humillación de nuestro Señor no tenía motivos egoístas, “Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos” (2 Cor. 8:9).  

Andar como Cristo, “El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo” (1 Jn. 2:6). Él nos dejó su ejemplo para que sigamos sus pisadas (1 Ped. 2:21) y así es como debemos andar (Col. 2:6).  

Conclusión

“Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo” (Fil. 2:3). 

“Finalmente, sed todos de un mismo sentir, compasivos, amándoos fraternalmente, misericordiosos, amigables” (1 Ped. 3:8).