Por Josué I. Hernández
Todos debemos sujetarnos a diversos exámenes en la vida, ya sean escolares, físicos, laborales, etc. A veces no nos resultan agradables, especialmente cuando vemos los resultados, pero los tomamos porque entendemos que son para nuestro bien. Hay tres pasajes en el Nuevo Testamento que exigen un examen de conciencia, y cada uno tiene un énfasis diferente. Veamos.
“Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos” (2 Cor. 13:5).
Algunos corintios cuestionaban la posición de Pablo, especialmente su apostolado. Él les sugirió que consideraran su propia situación. Si pasaban la prueba y se encontraban en la fe, Pablo también sería confirmado, porque Pablo les había enseñado.
La clase de preguntas que se plantean aquí son graves, “¿Estoy en la fe?”, “¿Estoy en Cristo?”, “¿Soy un hijo de Dios?”. Antes de responder, uno debe saber cómo estar en Cristo, “pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos” (Gal. 3:26,27). La fe de la que se habla aquí es la convicción por la evidencia bíblica (Rom. 10:17; Heb. 11:1). El bautismo es la inmersión en agua de un creyente penitente para el perdón de sus pecados (cf. Rom. 6:3,4; Mar. 16:16; Hech. 2:38). Si alguno no ha cumplido con estas condiciones, ¡ha fallado en la primera prueba!
El mandato al autoexamen está dirigido a los miembros de la iglesia, aquellos que han obedecido al evangelio. La obediencia inicial no responde la pregunta para siempre. Es posible desviarse de la verdad (Sant. 5:19), se llevado cautivo por el engaño (Col. 2:8), apartarse de la doctrina de Cristo (2 Jn. 9), o simplemente, naufragar en la fe (1 Tim. 1:20). Solamente aquellos que continúan caminando en la luz tienen plena comunión con Dios (1 Jn. 1:7), solo aquellos pasan este primer examen.
“Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa” (1 Cor. 11:28).
Los corintios habían convertido la cena del Señor en una comida común. Pablo les dijo que en vista de tal conducta sería mejor que no se reunieran. Para que no tomaran esta opción al pie de la letra, Pablo les explicó que la cena del Señor es un memorial de la muerte de Jesucristo por nosotros; y luego, agregó, “De manera que cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor. Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa” (1 Cor. 11:27,28).
¿Qué buscamos con este autoexamen? Algunos dirán que este examen permite evaluar si estamos o no en la fe, y si somos dignos de participar. Es cierto que Jesucristo ubicó esta cena en su reino (Mar. 14:25) y sus ciudadanos son los únicos que pueden participar legítimamente de ella. Sin embargo, ninguno es digno del sacrificio de Cristo, y ninguno de nosotros calificaría en ese sentido.
Pablo explica en qué consiste este autoexamen, “Porque el que come y bebe indignamente, sin discernir el cuerpo del Señor, juicio come y bebe para sí” (1 Cor. 11:29). Por lo tanto, entendemos que participar de manera digna es considerar correctamente el especial significado de la cena del Señor. No es una cena común. Debemos participar del pan y del fruto de la vid tal como Cristo indicó, “haced esto en memoria de mí” (1 Cor. 11:24,25).
“Así que, cada uno someta a prueba su propia obra, y entonces tendrá motivo de gloriarse sólo respecto de sí mismo, y no en otro” (Gal. 6:4).
Podríamos caer en el error del fariseo de Lucas 18, y consolarnos por no ser “como los otros” (Luc. 18:11). Sin embargo, toda satisfacción debe estar fundamentada en nuestro trabajo, no en la comparación con lo que otros estén, o no, haciendo. Nuestra principal preocupación debería ser nuestra propia obra, no la de los demás.
Varias preguntas podemos hacernos al examinar nuestro propio trabajo en el Señor. Primero, ¿agrada al Señor mi trabajo? No todo lo que hacemos es necesariamente coherente con la voluntad de Dios, por lo tanto, debemos estar haciendo todo en el nombre del Señor (Col. 3:17,23), nos vean o no (cf. Ef. 6:6; Col. 3:22), con el firme propósito de complacer al Señor en todo (Col. 1:10).
Otra buena pregunta sería: ¿Estoy haciendo lo que Dios quiere que haga? Uno puede evitar hacer lo malo, y aun así dejar de hacer lo que el Señor requiere (cf. Sant. 4:17). La parábola de los talentos nos enseña a utilizar los recursos que Dios nos ha confiado para su servicio con toda diligencia (Mat. 25:14-30). Entonces, ¿cuánto estamos contribuyendo al reino del Señor?
Otra pregunta pertinente podría ser la siguiente: ¿Qué tan exitoso es mi trabajo en el Señor? Medir el éxito personal es difícil cuando nos enfocamos en los resultados. En muchos casos no podemos contemplar los frutos de nuestra labor, sin embargo debemos trabajar con esperanza, y en otros casos lo que parece prometedor resulta poco fructífero, pero debemos continuar sin desanimarnos. Siempre seremos exitosos si estamos haciendo lo que el Señor demanda que hagamos en la forma en que él exige que lo hagamos (1 Cor. 3:12-15).
Conclusión
Estos autoexámenes son para nuestro propio bien. Nos ayudan a prepararnos para el día en que Dios nos examinará.
Detengámonos para el necesario autoexamen para que, por la gracia de Dios, podamos pasar el examen final y disfrutar de la vida eterna.