Por Josué I. Hernández
“En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia” (Hech. 10:34,35).
Uno de los problemas más serios en el trato con nuestro prójimo es el prejuicio, es decir, aquella opinión previa y tenaz, y por lo general, desfavorable, sobre algo que se conoce poco, o se conoce mal. Veamos algunos ejemplos.
Prejuicio social. Consiste en prejuzgar a alguien por pertenecer a un grupo particular, por ejemplo, el color de su piel o su nacionalidad. Este fue un problema serio que afectó a las iglesias durante el primer siglo (cf. Jn. 4:9; Hech. 11:3). Lamentablemente, este sigue siendo un problema grave en la actualidad. Algunos parecen divertirse al estereotipar a las personas en base a factores socioeconómicos. Sencillamente, cuando se atribuye automáticamente a cada persona de un grupo las características de algunos, o la mayoría, de ese grupo, se está prejuzgando. Esto no es justo.
Prejuicio personal. Estas son las determinaciones que consisten en prejuzgar a una persona por capricho, sin pensarlo mucho. Por ejemplo, por una mala “primera impresión” que deja marcada a esa persona sin que merezca una segunda oportunidad. Esto sucede también cuando una persona “agradable” nos parece incapaz de hacer algo malo, o una persona “desagradable” nos parece incapaz de hacer algo bueno.
Prejuicio religioso. Demasiadas personas prejuzgan a Dios, prejuzgan su carácter o motivaciones, sin ir a la revelación de su persona, la Biblia. Dios se ha dado a conocer en su Hijo (cf. Jn. 1:18; Heb. 1:2) y así podemos saber cómo es él (cf. 1 Cor. 2:11). Cualquier opinión de Dios ajena a la Biblia no es más que una especulación vana. Jesucristo fue objeto de prejuicios con frecuencia (cf. Jn. 1:46; 9:16; Luc. 7:39), y la Biblia también lo es. Algunos descartan la Biblia como un mito lleno de errores, o demasiado difícil de entender, sin investigar por sí mismos, basándose en las opiniones de otros. Un error eternamente fatal.
Prejuicio conceptual. El aceptar o rechazar una idea sin investigar sus méritos. Tal vez, por la clase de persona que las pronuncia, por cómo nos parece, o cómo nos afecta. Algunas personas creen que una idea nueva es excelente, mientras que otras creen que es peligrosa. En fin, el prejuicio está a la mano, y a pocos se les ocurre la genial idea de analizar los hechos con una mente abierta para luego decidir en base a los méritos del asunto.