La manera de predicar



Por Josué I. Hernández

 
Todo predicador es un heraldo de Dios (cf. 1 Tim. 2:7; 2 Tim. 1:11), y dedicándose a comunicar el divino mensaje, es natural que desee expresarse lo mejor posible. No todo predicador será como Aarón, de quien el Señor dijo, “él habla bien” (Ex. 4:14), o como Apolos, descrito como “varón elocuente” (Hech. 18:24). No obstante, es lógico que el maestro de la palabra de Dios se esfuerce por comunicar el mensaje divino lo mejor posible (cf. 2 Tim. 4:2). Pero, hay un peligro asociado al esfuerzo por predicar mejor: La tentación de centrar más tiempo, y esfuerzo, en cómo predicar que en predicar con fidelidad.   
 
Con relativa facilidad, el deseo por una presentación dinámica puede sepultar la correcta transmisión de la palabra de Dios, y en esto, tanto la iglesia como el predicador pueden errar, enfocándose más en la presentación del mensaje que en el mensaje mismo.  
 
El predicador del evangelio debe reconocer, y aceptar, su solemne deber “Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina… Pero tú sé sobrio en todo, soporta las aflicciones, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio” (2 Tim. 4:1,2,5).
 
Para comunicar fielmente la palabra de Dios, el predicador debe dedicarse a “la lectura, la exhortación y la enseñanza” (1 Tim. 4:13), debe persistir “en la oración y en el ministerio de la palabra” (Hech. 6:4), “escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así” (Hech. 17:11); de otra manera, no podrá manejar con precisión la palabra de verdad (2 Tim. 2:15). 
 
La iglesia, por su parte, debe enfocarse en lo que se dice, en el mensaje, en lugar de distraerse en cómo se dice, la presentación. La Biblia reitera el peligro que se puede encontrar en la exposición impresionante, en las “cosas halagüeñas” (Is. 30:10), “cosas agradables” (Jer. 12:6, LBLA).  
 
Pablo dijo que aquellos que enseñan error, “con suaves palabras y lisonjas engañan los corazones de los ingenuos” (Rom. 16:18). El falso maestro suele utilizar “palabras persuasivas” (Col. 2:4). Pedro advirtió, “por avaricia harán mercadería de vosotros con palabras fingidas… hablando palabras infladas y vanas, seducen” (2 Ped. 2:3,18). Judas declaró, “Estos son murmuradores, querellosos, que andan según sus propios deseos, cuya boca habla cosas infladas, adulando a las personas para sacar provecho” (Jud. 16).   
 
La hermandad hará bien en prestar mucha atención a cómo Pablo se comportó en Corinto, “Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría. Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado. Y estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor y temblor; y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (1 Cor. 2:1-5).
 
Nótese cómo Pablo enfatizó que no fue a Corinto con “excelencia de palabras” ni con “palabras persuasivas de humana sabiduría”. Por el contrario, hoy más que nunca se aprecian tanto la “excelencia de palabras” como las “palabras persuasivas de humana sabiduría”. Esta es la razón por la cual se suele descartar con ligereza la predicación bíblica.
 
En consideración de lo anterior, el predicador debe examinarse en dónde está su énfasis, ¿En la “excelencia de palabras” y las “palabras persuasivas de humana sabiduría”, o Jesucristo y su evangelio?
 
Escribiendo a los tesalonicenses, Pablo les recodaba, “pues habiendo antes padecido y sido ultrajados en Filipos, como sabéis, tuvimos denuedo en nuestro Dios para anunciaros el evangelio de Dios en medio de gran oposición. Porque nuestra exhortación no procedió de error ni de impureza, ni fue por engaño, sino que según fuimos aprobados por Dios para que se nos confiase el evangelio, así hablamos; no como para agradar a los hombres, sino a Dios, que prueba nuestros corazones. Porque nunca usamos de palabras lisonjeras, como sabéis, ni encubrimos avaricia; Dios es testigo; ni buscamos gloria de los hombres; ni de vosotros, ni de otros, aunque podíamos seros carga como apóstoles de Cristo” (1 Tes. 2:2-6).
 
El predicador debe asegurarse de que su exhortación no provenga de error, impureza o engaño, evitando la adulación, las lisonjas y la avaricia. Su motivo al predicar no debe ser la gloria de los hombres, ni el favor de los hombres (cf. 1 Tes. 2:6; Gal. 1:10).
 

“Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina; persiste en ello, pues haciendo esto, te salvarás a ti mismo y a los que te oyeren” (1 Tim. 4:16).