El sanedrín en Jerusalén estaba compuesto por
hombres de los más capacitados, instruidos e inteligentes (cf. Hech. 5:34). Sin
duda alguna, eran los expertos y autoridades en la teología de los judíos de la
época. Dominaban el hebreo y el arameo con fluidez, y además sabían griego y
latín, y podían recitar extensas secciones del Antiguo Testamento de memoria en
los idiomas originales. Nadie podría negar su capacidad en el campo bíblico (cf.
Mat. 2:4). Desafortunadamente, se confiaban de su inteligencia y vasto
conocimiento (cf. Jn. 7:49; 9:34; Rom. 2:17-20). De hecho, el Señor Jesucristo
aludió al serio problema que ellos solían tener con el ego (cf. Mat. 23:5-7;
Luc. 18:9-14). Estos hombres tan inteligentes no
comprendieron, y, por lo tanto, no creyeron, todo lo que los profetas
mencionaron en sus escritos (cf. Hech. 3:17; 13:27). No comprendieron el carácter
del Mesías y su reino (cf. Jn. 7:17; Hech. 3:24; 1 Cor. 2:8). Debido a esto,
pasaron por alto otros conceptos muy importantes de lo requerido por Dios en
las sagradas Escrituras (cf. Mat. 23:23,24). Incluso, hombres sin letras y del
vulgo comprendieron más que ellos, y lograron ser bendecidos por el Mesías en
su reino (cf. Hech. 4:13; 1 Cor. 1:26-29). Es evidente que los miembros del sanedrín, a
pesar de su erudición e intelecto, tenían una perspectiva errónea sobre el
nuevo pacto de Cristo. Así también hoy, muchos teólogos de los más inteligentes
y capacitados comparten el mismo problema del sanedrín. Es importante comprender que no es necesario
ser muy culto e inteligente para sostener en alto la bandera de la verdad (cf.
Mat. 11:25; 1 Cor. 2:7,8; Ef. 3:4). Más que erudición, el Señor requiere un
corazón honesto y humilde, con un profundo amor por Dios y su palabra, así como
un amor sincero por las almas, para predicar con persistencia el glorioso evangelio.
A esto debemos sumar la necesaria disposición a seguir aprendiendo, y también,
a corregir y ajustar nuestra manera de pensar y actuar (cf. Hech. 8:30,31;
18:24-28; Ef. 5:15,16; Fil. 2:12). No estamos en contra de la educación, ni en
contra de un intelecto elevado. La educación en sí misma no es mala. Sin
embargo, tener un gran intelecto, unido a un vasto conocimiento, no es lo que
el Señor requiera para predicar su evangelio (cf. 1 Cor. 1:18 – 2:5). Es más, los
eruditos suelen estar llenos de tantas nuevas perspectivas que se vuelven
incapaces de entender, obedecer, y predicar, el evangelio de Jesucristo (cf. Col.
2:8). Nunca será malo aprender más de historia,
cultura, definiciones de palabras, etc., pero, siempre debemos ser cuidadosos al
evaluar la información, examinándolo todo según la palabra de Dios (cf. 1 Tes.
5:21). Más que erudición, necesitamos vaciar nuestras
mentes de algún afán de gloria, prestigio, o fama, y mantener nuestro corazón
en línea con lo que la Biblia enseña acerca de las calificaciones requeridas
para ser un fiel predicador del evangelio (cf. 1 Tim. 4:16; 2 Tim. 4:1-5). Que
no seamos como los miembros del sanedrín, hombres tan instruidos pero ignorantes.