Caminar en integridad



Por Josué I. Hernández
 

“Mejor es el pobre que camina en su integridad, que el de perversos caminos y rico” (Prov. 28:6).
 

La “integridad” (heb. “tom”) es la plenitud, perfección o rectitud, y, por ende, la “inocencia” o “sencillez” (Thayer), “la rectitud en general” (Coffman). Sin duda alguna, la integridad debe ser apreciada como gran tesoro. Entonces, ¿por qué alguno comprometería su integridad?
 
Podemos pensar en el caso de Pedro, quien negó conocer a Jesucristo (Mar. 14:66-72), o el caso de Ananías y Safira quienes mintieron para lucir muy generosos (Hech. 5:1-11), o el caso de Demas, quien desamparó al apóstol Pablo (2 Tim. 4:10). Podríamos retroceder al caso de Esaú, quien vendió su primogenitura por un plato de lentejas (Heb. 12:16), o el caso de Acán quien codició y tomó del anatema (Jos. 7:1,21). La lista es larga.
 
No son pocos los que ceden su integridad por unas monedas extra en el bolsillo, o unos dólares más en su cuenta bancaria. Algunos desprecian la integridad por la satisfacción pasajera de sus impulsos carnales, por la promesa general de la “provincia apartada” (cf. Luc. 15:13). Sea como fuere, el pecado siempre arrebata la integridad (cf. Rom. 1:28-32; 3:10-18). Sin embargo, el perdón de Dios cubre la culpa (Rom. 4:7,8) y limpia al pecador en la sangre de Cristo (Apoc. 1:5).
 
El bautismo en agua, que Cristo mandó, es la súplica por una conciencia limpia (1 Ped. 3:21; cf. Mar. 16:15,16; Hech. 8:36-38). Esta es la instancia cuando la sangre de Cristo limpia la conciencia (Heb. 9:14), lavando y limpiando al obediente (Hech. 22:16).
 
La promesa de perdón se extiende para todo hijo de Dios que hubiere caído, si se arrepiente y confiesa sus pecados (cf. Hech. 8:22; 1 Jn. 1:9).
 
El íntegro es irreprensible (cf. Fil. 2:15; 2 Ped. 3:14), no porque nunca ha pecado (cf. Rom. 3:23; 1 Jn. 1:8), sino porque ha sido perdonado y anda en luz (1 Jn. 1:7) como Cristo anduvo (1 Jn. 2:6), sin practicar el pecado (1 Jn. 3:6-9).