“Mejor es el pobre que camina en su integridad,
que el de perversos caminos y rico” (Prov. 28:6).
La “integridad” (heb. “tom”) es la plenitud, perfección
o rectitud, y, por ende, la “inocencia” o “sencillez” (Thayer), “la rectitud en
general” (Coffman). Sin duda alguna, la integridad debe ser apreciada como gran
tesoro. Entonces, ¿por qué alguno comprometería su integridad? Podemos pensar en el caso de Pedro, quien negó
conocer a Jesucristo (Mar. 14:66-72), o el caso de Ananías y Safira quienes
mintieron para lucir muy generosos (Hech. 5:1-11), o el caso de Demas, quien desamparó
al apóstol Pablo (2 Tim. 4:10). Podríamos retroceder al caso de Esaú, quien vendió
su primogenitura por un plato de lentejas (Heb. 12:16), o el caso de Acán quien
codició y tomó del anatema (Jos. 7:1,21). La lista es larga. No son pocos los que ceden su integridad por
unas monedas extra en el bolsillo, o unos dólares más en su cuenta bancaria. Algunos
desprecian la integridad por la satisfacción pasajera de sus impulsos carnales,
por la promesa general de la “provincia apartada” (cf. Luc. 15:13). Sea como
fuere, el pecado siempre arrebata la integridad (cf. Rom. 1:28-32; 3:10-18).
Sin embargo, el perdón de Dios cubre la culpa (Rom. 4:7,8) y limpia al pecador
en la sangre de Cristo (Apoc. 1:5). El bautismo en agua, que Cristo mandó, es la
súplica por una conciencia limpia (1 Ped. 3:21; cf. Mar. 16:15,16; Hech.
8:36-38). Esta es la instancia cuando la sangre de Cristo limpia la conciencia
(Heb. 9:14), lavando y limpiando al obediente (Hech. 22:16). La promesa de perdón se extiende para todo hijo
de Dios que hubiere caído, si se arrepiente y confiesa sus pecados (cf. Hech.
8:22; 1 Jn. 1:9). El íntegro es irreprensible (cf. Fil. 2:15; 2
Ped. 3:14), no porque nunca ha pecado (cf. Rom. 3:23; 1 Jn. 1:8), sino porque
ha sido perdonado y anda en luz (1 Jn. 1:7) como Cristo anduvo (1 Jn. 2:6), sin
practicar el pecado (1 Jn. 3:6-9).