Al contemplar que aquella higuera que el Señor
había maldecido “se había secado desde las raíces” (Mar. 11:20) Pedro
dijo al Señor: “Maestro, mira, la higuera que maldijiste se ha secado”
(Mar. 11:21), a lo cual Jesucristo respondió: “Tened fe en Dios” (Mar.
11:22). Tener fe en Dios, es confiar en Dios, en sus
métodos y planes, y seguir sus instrucciones, como los israelitas comandados
por Josué, quienes debían rodear Jericó según los detalles especificados por
Dios, “Rodearéis, pues, la ciudad todos los hombres de guerra, yendo
alrededor de la ciudad una vez; y esto haréis durante seis días. Y siete
sacerdotes llevarán siete bocinas de cuernos de carnero delante del arca; y al
séptimo día daréis siete vueltas a la ciudad, y los sacerdotes tocarán las
bocinas. Y cuando toquen prolongadamente el cuerno de carnero, así que oigáis
el sonido de la bocina, todo el pueblo gritará a gran voz, y el muro de la
ciudad caerá” (Jos. 6:3-5). Tener fe en Dios es confiar en Dios, en sus
métodos y planes, y seguir sus directrices, como Balaam finalmente lo hizo,
cuando recibió la instrucción que lo libraría de la lepra, “Vé y lávate
siete veces en el Jordán, y tu carne se te restaurará, y serás limpio” (2
Rey. 5:10). La fe es certeza y convicción (Heb. 11:1)
completada en la acción (“por la fe”, Heb. 11:4-40; cf. Sant. 2:22) del que
está “plenamente convencido” del poder y habilidad de Dios (Rom. 4:21), sin
dudar en el corazón (Rom. 4:20). Dios nos informa con su evangelio sobre hechos
que creer, mandamientos que obedecer y promesas que esperar. Sin embargo, somos
nosotros los que debemos confiar en Dios, “Tened fe en Dios” (Mar.
11:22). No es suficiente con oír la palabra (cf. Sant.
1:22). La mayoría de los israelitas que salieron de Egipto oyeron a Dios, “pero
no les aprovechó el oír la palabra, por no ir acompañada de fe en los que la
oyeron” (Heb. 4:2). Si confiamos en Dios, grandes cambios pueden ser
logrados, cambios que son simbolizados con trasladar un monte al mar (Mar.
11:23). Un corazón así de confiado solo espera recibir la divina instrucción, “Señor,
¿qué quieres que yo haga?” (Hech. 9:6), para obedecer al evangelio (Rom.
10:16; 2 Tes. 1:8), es decir, “para la obediencia a la fe” (Rom. 1:5; cf. Rom. 2:8; 6:17; 15:18; 16:26).